sábado, 21 de abril de 2007

Bien parecida

Sí sé que te gusto, que quieres darme un beso. Hay algo que tengo que decirte antes, un detalle insignificante. Sé que R. habló contigo sobre el porqué de nuestra separación, pero él es un caballero y nunca diría de mí algo como lo que te voy a contar. Es que hay una cosa, una nimiedad de manía que tengo: me gusta preguntarle al hombre con el que estoy en qué me parezco a tal o cual mujer que va por la calle. No te rías. ¿Cómo que qué problema es ese? Varios problemas, por eso te lo digo antes de que pase lo inevitable entre nosotros. Deja de reírte. Pasa mientras camino por la calle o descanso en la plaza: las veo y siento necesidad de saber en qué se parecen a mí. Entonces pregunto ‘¿Ella se parece a mí?’ y ustedes, los hombres, en un principio suspiran y me abrazan, me dicen que no, que es más alta, gorda, morena, orejona. Cuando pasa el tiempo el suspiro ya no es tierno, sino enojado: nunca quedo conforme con la respuesta y ésta siempre inicia una discusión. Es obvio que me siento amenazada por todas ellas, todas las demás. Es cierto que al preguntar los obligo a mirarlas, pero es lo que se debe hacer para encontrarse una misma. Nunca entienden: no quiero que me digan que soy más bonita o fea que ellas, sino que espero reconocerme en una pierna, una nariz o una pechuga. ¿Que se pone extraño? Y eso que aún no te cuento lo de mis viejos. Mi papá dice que mamá era igual. No me acuerdo mucho de ella, pero sé que era buena para vitrinear. Él dice que lo reventaba a preguntas acerca de todas las mujeres que veía en la calle y hasta en las revistas. Luego las recortaba y pegaba en el espejo del baño. Discutían feo por eso. No, estoy sola, mi papá está en el campo desde que ella murió, sus nervios no tienen arreglo. Él dice que cuando pasó fue un alivio no tener que escucharla más: durante meses, y hasta en sueños, lo agobiaba su ‘¿Soy como ella?’. Igual lloró un montón, la quería harto. Le dolió que ella lo hiciera ahí mismo, en su baño. No podía ni mear por las noches pensando en que lo iba a penar allá, por eso terminó por vender la casa. ¡Ah, qué lindo eres! si sé que no soy como ella, pero igual cumplí con contarte. Y es que mi papá dice que nos parecemos tanto. R. me dijo que necesitaba desintoxicarse porque a veces, cuando me miraba a los ojos, sentía miedo de ver tanto vacío. Ahora anda con Cata, y eso que varias veces le pregunté si era como ella y me dijo que yo era un millón de veces más bonita. Mentiroso. No era tan caballero al final, supongo. Y tú, ¿vas a besarme ahora?



domingo, 1 de abril de 2007

Cuento a dos manos

I

Dormir once horas. Lavarse la cara. Ir a la universidad.

Cuando estoy en mi silla, en el taller de cuento, me doy cuenta de que hace tres días que no me baño. Como si me leyera el pensamiento Joaquín, en el asiento del lado, dice que hace más de una semana que no entra a la ducha.

Manuel empieza a leer. Me pregunto qué se cree. Nada nuevo. De seguro es otro de sus cuentos temáticamente disfuncionales. Logra superarse, siempre hace uno más aburrido que el anterior. Es mi hora de la siesta. Él lee:

Sé que hay un lugar vacío cerca de aquí, pero no sé dónde

Un techo blanco se extiende sobre mi cabeza y su color transcurre hacia los muros.

No sé dónde estoy. Hay una mujer que trata de tranquilizarme diciendo que estoy en un hospital. Afeitaron mis piernas, cambiaron mi ropa y me bañaron. "Llegó nomás" dice. "¿Qué tomó? Porque algo tomó". No contesto. Ella inspira profundo mirándome con lástima, pregunta mi nombre: me cuenta que no saben nada acerca de mí porque no traía ni cien pesos para la micro encima. Le digo cosas tratando de pensar en lo sucedido entre la sala de clases y el hospital. No recuerdo nada. Me pongo de pie. Tomo mi ropa orando por que mis cosas de una u otra forma vuelvan. Me despido de ella mientras mete en el bolsillo de mi chaqueta el tríptico de un centro de rehabilitación. Lo tiro, con un humor entre ofendido y triste, en el primer basurero que encuentro fuera del hospital.

Pienso en escribir sobre un único personaje, un escritor igual a mí, pero compararme a un personaje de cuento me parece tan chistoso que termino por reírme una o dos horas parada en una plaza. Me suena la idea, como si ya la hubiera tenido, así que la olvido concentrándome en otro personaje escritor, uno al que por tener constantes deja vu siempre le duele la cabeza. El cielo está oscuro: probablemente caminé por horas antes de llegar hasta aquí.


II

Se había puesto de pie, mirando fijo a lo lejos, y había comenzado a caminar.

Una vez vaciado mi escritorio me dispuse a desparramar ahí el contenido de la mochila. Primero saqué un estuche lleno de lápices de colores, plumones, plumas de tintero; luego vi que había un cuaderno, un par de libros y un polerón verde. También estaban sus documentos (en un par de carnés viejos pude conocer su cara cuando niña, su edad, en dónde había nacido). Entre ellos cincuenta mil pesos.

Uno de los libros llamó mi atención. En su portada, la foto en sepia de una mujer con el torso apoyado en el asiento de una silla. Sus nalgas desnudas se enfrentan a la vista de un espectador que no aparece dentro del cuadro. Ella lo mira, como esperando el momento en que él vendrá a echársele encima: lo observa como si no tuviera conciencia de que todo el que sostenga el libro está también espiándola. Pensé en Isabel, que por descuidada también estaba ahí mostrándose. Tomé el cuaderno, abriéndolo con enojo, y leí las primeras páginas de otro anodino cuento de los que ella siempre lee (y que yo escucho al borde de la silla).

Comenzaba con el Sé lo que hiciste más fuerte que he leído. El cuento era sobre un escritor, y este había hecho o haría en la historia algo que ella ya sabe. Mordí una manga del polerón, que tenía un olor fuerte a cigarro, y me tendí en la cama con el cuaderno entre las piernas desnudas. Me dispuse a leerlo así, pero las frases me llegaban a medias: mi respiración agitada se mezclaba con la nicotina, la imagen de la mujer en la silla mirándome y luego caminando fuera de la sala en medio de mi lectura. Comenzó apenas como un gemido, pero transcurrida esa confusión empecé a llorar a gritos, desconsolado, avergonzado por el patetismo de la escena.

- Joaquín.
- ¿Manuel? ¡Qué chucha, son las cuatro de la mañana!
- Isabel dejó sus cosas en la sala; yo las tengo.

Corté. De pie, sobre papeles húmedos y piernas temblorosas, me dispuse a pasar el resto de la noche imitando la letra con la que ella había escrito el cuento arruinado.


III

- ¿De dónde vienen los diamantes?
- ¿Ah?
- Dicen que tienes mis cosas: se me quedaron la clase pasada.

Me pregunté quienes ‘lo decían’, pero me limité a asentir tratando rehuir su mirada. Le entregué la mochila, acariciando sin que se diera cuenta el índice de su mano derecha. Se quedó mirándome como tratando de descubrir algo.

- No es cierto eso que leíste acerca del escritor.
- ¿Qué cosa?

Me lo decía con la mayor naturalidad del mundo: todo lo que escribía sobre su personaje escritor, que a su vez era yo, era mentira. No sabía si era para humillar o aliviarme, pero me esforcé en adquirir la expresión más neutra y desentendida que pude. La suya, en cambio, se transformó en la más bonita que jamás le hubiera visto, una expresión que no volví a ver en nadie más.

- Que ese cuento no es sobre ti.

Sentí como si muchos de mis órganos internos se transformaran en agua y cayeran pesados importándoles poco dónde. Abrí la boca sin decir nada; un silencio incómodo se prolongó durante varios minutos. Al leer el relato era evidente que se hablaba de mí, pero quería escuchar cualquier cosa que me ayudara a dejar de creerlo.

- Era en un principio sobre ti, pero terminó siendo cualquier cosa. Se llama como tú, es escritor también, está en una sala idéntica a ésta leyendo una de las aburridas historias que escribe para complacerse a sí mismo, pero no eres tú. Si fueras tú no me importaría, y no es que me importe tampoco, de todos modos. Pero no eres.

Se sentía culpable, pensé.

- No he tocado tus cosas.

Su expresión volvió a ser decepcionada y perdida como en la clase anterior. De pronto comprendí: toda su cara me indicaba que sabía lo que había hecho y no le gustaba. Revisó sus cosas delante de mí (incluyendo el dinero, que contó dos veces) agradeciendo sin tocarme. Se sentó al otro extremo de la sala sin decir ni escribir nada, y cuando comencé a leer mi cuento se durmió con los brazos cruzados sobre la mesa. Al final de la hora observé como se excusaba con el profesor para no tener que volver durante ese semestre. Me pareció que devolvía la observación por un corto intermedio, pero escondí la cabeza sin atreverme a levantarla hasta que la sala quedó vacía.


IV

En la micro, leyendo un libro, encuentro un cabello castaño con la punta desteñida en la página 23. Me lo enrollo en el índice, saco de la mochila el cuaderno y releo el último cuento escrito: no lo reconozco. Empiezo a tocar las páginas con la boca, como queriendo respirarlas, y al llegar a casa rápidamente me meto en la cama. Duermo pensando que aún no se me pasa por completo el efecto. Al despertar ojeo mi cuento, donde creo leer entre líneas algunos mensajes que el personaje trata de soplarme a medias. Trato de recordar las cosas que soñé, pero todas son como chistes internos que no consigo entender. No recuerdo qué en ese cuento me avergonzaba; en las sucesivas relecturas lo único agradable es cómo el escritor, en un arranque de locura, se da cuenta de que es un personaje escritor y no un escritor de verdad, y de ahí su carencia de talento. En la línea final me parece leer a uno auténtico escribiéndose a sí mismo una despedida, declarando su independencia de quien alguna vez comenzó a relatarlo.