martes, 28 de octubre de 2008

Las cosas olvidadas

I.
Quiero arreglarme, pero el pintalabios se desparrama por todas partes. Se mueve como con vida propia, se sale de las comisuras y de ahí para toda mi sonrisa, margaritas incluidas. Recuerdo que mamá no se pintaba nunca los labios porque tenía dientes separados. Los labios, decía, son la entrada para todo lo demás; tus dientes son tan lindos, hija, te podrás poner rouge de todos los colores que existan. De todos menos éste, creo, y me limpio las marcas: como Jesús manda, he puesto pintalabios también en la otra mejilla. Cuando Padre se fue, a mi mamá le dijeron que fue porque no se arreglaba nada. La culpa se hizo toda suya y del tonto maquillaje que se negaba a llevar. Nada bueno puede venir con esas armas, hija, y luego iba a tribunales a pedir el dinero que Padre nunca nos dio con los labios colorados apenas, y luego hasta sus separadas paletas sonreían.
De Padre me acuerdo sólo de las mentiras tontas, la mezcla de olor a cigarro y colonia de pino. Me contaron que cuando nací trató por todos los medios de dejar de fumar y no consiguió nada. Nunca supimos de qué murió Padre, y ni mamá ni yo quisimos ir al funeral a preguntar.
Después de un tiempo, y contra todo lo dicho, mamá había decidido que el maquillaje era para las putas y el pintalabios no me venía. Para qué te pones eso, y los agarraba de mi velador para enterrarlos en el patio. Los tiraba a la taza del baño donde giraban dibujando círculos rojos en la cerámica. El maquillaje era a las niñas lo que el alcohol a los hombres; el pintalabios un cuchillo que ensangrentaba los cuellos, las manos y las bocas de hombres y mujeres siempre indignos.


II.
Yo me acuerdo que la última vez que vi a Padre sucedió así. Yo llevaba el pintalabios cereza de mamá y ese vestido verde con rayas blancas que ya de tantos tironeos estaba deformado. Bajo el ruedo de la falda, moretones. En las rodillas arañazos que entibiaban la piel tan pálida en la tarde. Padre se quedó así de sorprendido, pero después me dijo que estaba tan flaca que el vestido parecía de noche. Ese vestido te sienta mejor que el disfraz de gato mojado que te vi la otra vez en el centro. Me viste, sonreí, yo también te vi por ahí en las noticias. Su cara se empobreció de golpe, como si la que hubiera mojado al gato fuera yo. No he salido nunca en las noticias. Que sí, insistí, una vez en lo de los padres piloto. Tosí las últimas palabras al borde del llanto: a Padre debe haberle molestado aún más mi risa cargada de toda esa pintura de labios. Para mí fuiste una casa piloto de serviu, sabes, pequeña, pero para esas cosas eligen a cualquiera. Miro mis zapatos rojos donde sonríen al revés mis piernas amorfas; de mis labios siguieron saliendo muecas extrañas. De mis labios, quizás, habría salido una que otra palabra que lo hiciera sentir en casa, pero no quise. En esos tiempos ambos nos habíamos quebrado más de lo que cualquier pintalabios o camisa a cuadros pudiera esconder.


III.
Padre no tiene perdón de Dios, dijo con convicción, pero ella no lo había visto. No, de haberlo visto tendría la certeza de que ningún dios existe en este barrio.
El sol estaba alto y la luz era tan blanca que hacía parecer a la calle de tierra un desierto. No la pavimentaron hasta años más tarde, y es que éramos tan pobres por ahí que apenas salíamos de las casas a caminar. Los tres íbamos del almacén en dirección a la casa de avenida Roma donde vivían los abuelos; ese había sido su barrio por unos treinta años o más. Habíamos visto pasar por ahí las marchas sindicales y las rondas de milicia. Habíamos visto crecer a niños y árboles, y a Felipe como si fuera un animalito que tarda demasiado en valerse por sí mismo. Él jugaba con la mano libre, dibujaba un espiral sobre los muros de las casas que enmarcaban la calle. Va a salir un perro a comerte el dedo, le decía mi mamá cada cierta cantidad de pasos, te lo va a comer y te va a seguir porque tienes buen sabor. Yo estaba más grande, así que con la mano libre llevaba la bolsa con galletas de champaña para la once. Años más tarde, con la diabetes ya diagnosticada, me pregunté cuanto daño le habrían hecho esas onces al abuelo. Ocupábamos unos junto a otros, mamá siempre al medio, todo el ancho de la dispareja vereda de palos. Mamá le daba leves empujones a Felipe sobre las rejas en las que se salía una mata de ruda. Te va a comer la mano hijo, y ni tu hermana ni yo vamos a poder detener los mordiscos que te va a dar. Yo ya estaba grande, así que cuidaba muy bien de la bolsa y miraba a los lados para que ningún perro fuera a comerse las galletas o a mi hermano.
Cuando mamá recordaba el episodio -que en verdad no recordaba, sino que reconstruía a partir del relato de todos los demás- decía que nadie podría perdonar a Padre ni en un millón de años. Pero ella no había visto nada, como siempre. Cada vez que pasaba algo importante mamá estaba así, de ojos cerrados, boca abajo.


IV.
No es eso: es el vestido y los zapatos, y sobre todo el pintalabios. De alguna forma hay que hacer algo sin enloquecer. Mírame, mamá, el mismo color de las niñas en Paula y no puedo usarlo. Si la micro no se meneara tanto, si fuera seis o siete centímetros más alta. Si existieran sólo los buenos deseos todo sería mejor para mí.

-¿Todavía tienes ese bolso? Debe tener veinte años por lo menos.
-Sí, padre.
-En ese pusiste tus cosas cuando te fuiste de la casa por primera vez, ¿te acuerdas?
-Sí.
-Eras enanísima. Tenías el cabello corto, igual que un niño.
-Llevaba un moño.
-No –enfatizó-, llevabas el cabello corto como un niño, o por lo menos recogido atrás con una trenza. Así siempre te peinaba tu mamá.

Sacó el encendedor y prendió un cigarro. Prendió su sonrisa como un punto de luz anaranjado en la esquina donde nos encontramos. Ya estaba oscuro. A esa hora, de noche, era cómodo hablar porque apenas podíamos vernos las caras. Recuerdo del día del escape el equipaje de mi bolso: una foto vieja que le había robado a mamá y unos calcetines del bebé que me gustaba usar como mitones. Por su cara, supuse que tardaríamos un poco en arreglar el asunto del encuentro casual, así que me senté en el marco de una puerta a revisar que mi maquillaje siguiera en su lugar y Padre me siguió más o menos enseguida. El espejito me mostraba el ir y venir de su cigarro y de sus ojos, levemente iluminados por las luces de la calle.

-¿Cuánto sale?
-¿Perdón?
-Que cuánto sale lo que sea que hagas en esta calle a esta hora.

Me reí de forma sonora, pero en el espejo mi cara seguía perfectamente compuesta. Es grato poder reírse incluso en los momentos en los que no hay de qué hacerlo.

-¡Cómo eres…!
-¿Cómo soy?
-Así…

No supo que decir, pero sabía que era pintalabios, zapatos y vestido, y eso difícilmente cambiaría en las siguientes horas. En sus ojos había desafío, no te atreverías, sin embargo pasé una mano por mi cabello y luego alisé mi falda. Mi otra mano pasó sobre sus hombros endurecidos ante su expresión de desagrado, pruébame. Ahí recordé que el asco era la expresión que mejor le venía a su rostro.

-Sea como sea –proseguí-, no te vas hoy sin pagarme algo de todo lo que me debes.


V.
Recordaba a Padre al ver a Felipe echado sobre su cama, leyendo libros de ciencia ficción. Dependiendo del clima su velador se llenaba de bolsas de té viejas o cuescos de durazno, además de lápices rescatados de la basura del salón de clases. Tenía la manía de acumular cosas inservibles, incluso al punto de convertir cosas útiles en meros adornos con un poco de pegamento. En casa teníamos tres tenedores, tres cucharas, tres cuchillos: todo lo demás estaba pegado en el techo, sobre la cama de mi hermano, formando una aureola de plata y papel de diario. Por la tarde, después del colegio, se encerraba en el cuarto donde mamá guardaba aún las cosas de Padre y esperaba la noche. Después de eso salía con cosas ocultas bajo la cotona para apenas dormir un par de horas. Las tardes de Felipe consistieron siempre en sonreír por alguna cosa escrita en los libros, anotar una línea en el borde de una hoja y mancharse los dedos con tinta de lápiz roto. El no poder hablar parecía excluirnos a mamá y a mí de su día tanto como la pintura de labios y nuestros quehaceres de mujer a él.
Me imagino que mamá también se acordaba de Padre cuando lo veía hacer esas cosas, pero nunca nos dijimos nada. Tampoco ella se lo prohibió porque cuando él estaba molesto golpeaba el muro con el puño izquierdo, igual que Padre, y eso la atemorizaba. Apenas era un niño, se decía, e intentaba ignorar para conservar la poca familia que nos iba quedando.
Cuando escuché el crujir de las hojas, cuando vi sus libros rotos y el papel doblado en formas de animales, pensé lo peor, pero no había forma de convencer a mamá sobre lo aterradora que me resultaba esa visión: Felipe era apenas un niño, el destruir era parte de su limitado lenguaje sin voz.


VI.
Ni tu hermana ni yo vamos a poder detener los mordiscos que te va a dar, hijo, cómo no te das cuenta. Felipe se reía y daba tumbos sobre las rejas con ruda cuidando que entre las hojas hediondas no fuera a haber un perro.
Mamá se quedó en silencio, como siempre había visto sólo lo más elemental de todo el cuadro: ni a Felipe ni a mí nos importaba la señora que acompañaba a Padre en la vereda contraria, ni sus bolsas, ni sus risas. Lo que más nos había llamado la atención, desde nuestros ojos de niño y no-tan-niña, fue ese gesto suyo de intercambiar miradas entre mi hermano y el otro de manera intermitente. Felipe, como extraviado, se adentró con los ojos más y más en la conversación que ambos sostenían; era la única forma que tenía de participar en el diálogo que Padre sostenía con ese niño para ignorarnos. Debía tener más o menos la edad de mi hermano, y su voz era pequeña como la de un pajarito. La boca de Felipe se abrió todo lo que pudo y las manos alrededor de sus mejillas le temblaron por el esfuerzo, pero nada ocurrió. El grito que se esforzó en dar ni mamá, junto a él, pudo oírlo. Podría haberse buscado otro barrio para sacarla a dar una vuelta, dijo, y nos apretó las manos hasta marcar sus uñas en ellas.
Imagino que Felipe vio mucho más allá ese día, pero eso hasta a mí me dejó en silencio. Él se quedó en una mudez peor que la que siempre había tenido, o eso creímos ambas. Yo ya estaba grande, así que cuidé muy bien de no llorar y de que mi hermano hiciera lo mismo: antes ya había perdido el cariño de Padre, igual que mamá, así que sabía que se sentía como morirse un poquito dentro del cuerpo. Pasar a ser una cuchara que, con un poco de pegamento, se convierte en una estrella más de la cúpula plateada.


VII.
Salimos de mi casa con mucho menos apuro del que usamos para entrar. En eso entonces mamá y yo vivíamos en un barrio miserable, y nuestras cosas estaban guardadas en cajas a la espera de un mejor lugar.
Padre pareció impresionarse, pero no hizo más que arrojar el cigarro al piso y seguirme por el pasillo de manchas verdes hacia el interior, y de ahí escaleras arriba hasta llegar al cuarto. Mandé a mamá a casa de mis abuelos, dije antes que todo, me cansa tener que verla esconderse bajo las sábanas en este cuarto tan oscuro.
Al salir, ante el recuerdo de Felipe en la cara de Padre, resultó muy evidente para mí que siempre habíamos andado solas. El barrio parecía aún más triste mirado desde la puerta de la casa, me hacía sentir menos segura sobre esos zapatos y bajo ese maquillaje demasiado exagerado para mi edad. Padre bajó unos peldaños hasta la vereda y me miró desde ahí como quien ve a un barco hundirse. Imagino que cuando huí de casa, con 5 años y ese montón de cosas robadas, debía tener el mismo semblante de andar a la deriva. Caminó rápido, sin voltearse, y me dio lástima su vano intento de esconderse entre la gente. Lo vi hasta que dobló cuatro calles más abajo, y de ahí nunca más. Sentí compasión por la consanguinidad que compartimos y por el desagradable olor a alquitrán que me había dejado encima.


VIII.
Tenía sobre las uñas marcas de sus otras uñas, rasguños en la cara y dentro de los ojos. Fotos de nosotros tres donde Felipe, con pulso perfecto, se había recortado dejando entre ambas sólo una silueta. Una mezcla de esas fotos con otras fotografías familiares más viejas en las que Padre era un niño en blanco y negro. Todas sobre el piso. Los pequeños Felipes recortados, en cambio, estaban en la aureola de plata montados en aves de origami. El Trix del desayuno se le había metido hasta entre los cabellos, en sus manos llenas de saliva, en las orejas. Las grietas en el suelo del dormitorio estaban rellenas de polvo, pelos y cereal. Sangre, pelos, polvo y cereal sobre las cosas que Padre había dejado olvidadas en nuestra casa como a nosotros mismos. La boca de Felipe era un círculo perfecto, como si quisiera emitir un sonido aún sin poder hacerlo.
A Padre no lo vimos, no quisimos ir al funeral, pero siempre me imaginé el mismo escenario para él, poblado por fotografías de Felipe sonriente. Felipito con su máscara de hombre araña en el zoo, saludando desde un caballito de palo, sentado conmigo en la vereda frente a la casa de avenida Roma. Todas las fotos llenas de letras insonoras que dibujaba con la boca, como para hablarse a sí mismo desde la imagen. Pero si apenas es un niño, decía mamá hasta que se quedaba dormida entre las sábanas que de viejas y húmedas eran casi transparentes. Las cosas siguieron en las cajas durante un par de años más. Yo le pintaba una que otra vez los labios con el único rouge que había logrado rescatar de su exterminio, quizás así algún día le volviera el alma al cuerpo. Después de todo siempre habíamos sido las dos solas, usando armas para cuidarnos por más malas que estas fueran.

domingo, 18 de noviembre de 2007

La biológica

Yo no tuve nunca más mamá que la tía Gloria. Siempre le dije a la otra La biológica, como si con eso la mandara a vivir a otro planeta. La biológica, con la que me llevaba por quince años exactos, que me enviaba una carta con veinte mil pesos cada navidad.

A La biológica, según me contó alguna vez la tía Gloria, le gustaban los juegos de niño, en los que podía morir muchas veces durante un recreo. A diferencia de cualquier niña normal, ella no se resistía a la idea de que la mataran. Permanecía así, de espaldas en el piso, hasta que los demás compañeros se aburrían y comenzaban el juego una vez más. Sentía fascinación por las balas y las pistolas. Ya en esos tiempos, La biológica andaba de puerta en puerta ofreciendo mermeladas y huevos de su casa. Dicen que eso, hasta su adolescencia, se prestó para malos entendidos; después para módicas remuneraciones y un viaje a la ciudad. Le gustaba echarse de espaldas y mirar al cielo, que aquí es tan transparente, y algunos tenían como pasatiempo echarse a verla tomar el sol. Le gustaba estar en el piso porque odiaba tener que usar vestidos, todos heredados de sus hermanas grandes. Vestidos que se levantaban con las corrientes de aire. No creo que en Santiago ella hubiera disfrutado igual del austero placer de tenderse de espaldas sobre un piso sencillo, aunque quizás pienso eso porque no tengo ni un sólo recuerdo de ella que sea verdadero.

Desde que me acuerdo, el único que venía a verme desde Santiago era mi papá. La biológica nunca más volvió pasados unos años después de que nací. Traía ropa nueva, una lata de Ambrosoli y la carta de La biológica. Ahora, cuando ocasionalmente nos encontramos en el barrio, me dice que siempre trataba de llevarme con él a la capital sin obtener resultados. La tía Gloria le decía eres mal agradecido, tanto que te criamos al niño y ahora que es grande te lo quieres llevar. Nosotras nos morimos sin él, decía, porque a la tía Gloria siempre le gustó hablar en plural. Hablaba como si se hubiera comido a La biológica y ahora viviera en sus interiores con voz y voto.

Mi papá, allá en Santiago, siempre estaba sentado en las bancas del parque central. Al andar sin corbata, su camisa blanca lo recortaba del gris en el pasillo oscuro de sombras de árboles. Siempre resaltó por su apariencia descuidada, de cuerpo flaco y cara sin barba. A veces, cuando le iba mejor en esos trabajos chicos que nunca supo describirme, compraba cigarros y un par de panes con queso para pasar la mañana. Hablaba con alguno de los viejos que iban a dormir la mona en las bancas a la sombra. Tomaba agua de la fuente, que estaba rota y llena de palomas. Sudaba mucho. Luego iba a casa, donde se miraba a sí mismo en el espejo con la cara de desconsuelo que usan las madres al ver ir y venir a sus hijos, inútiles como fantasmas, huérfanos. Es que la gente en la capital es tan ociosa, decía la tía Gloria cuando me contaba estas cosas, y tu papá tan joven, tan solo.

Mi papá desde niño pareció un hombre, según lo que cuenta con orgullo, sentado con las piernas abiertas o de espaldas en el suelo. Ahora que es viejo tiene aspecto extraño, como si poco a poco fuera fundiéndose con la cara de la tía Gloria, también vieja. Dicen que los ancianos todos se parecen unos a otros. Él me dijo una vez que, por haber estado tan cerca, La biológica le había contagiado su cara de un soplo; por eso ellos dos, y la tía Gloria a su vez, se parecían tanto. Me mostró una foto de La biológica en eso entonces, la primera y única que vi. Estaba parada en el parque central con un vestido largo amarrado entre las piernas, como si deseara de corazón tener puestos unos pantalones. Su cara, de perfil, era muy similar a la de mi papá, exceptuando que las cejas eran finas y los labios estaban pintados muy oscuros. Cuando le pregunté donde se encontraba él, me respondió con un carraspeo escueto y sin más explicaciones. La tía Gloria me dijo, por su parte, que no preguntara tonteras. En esa foto La biológica sostiene un cigarro apenas en la punta de los labios, como si fuera un maniquí de Marlboro. Muestra las piernas. Tiene una mano sobre el oído, tratando de escuchar al niño pequeño que aparece apenas en la esquina de la escena, taimado. Pregunté si ese niño era yo, muy ingenuamente, pero tampoco recibí respuesta a eso. No recuerdo nunca haber estado en Santiago. Las fotos eran costosas, así que imaginé que La biológica tenía suerte de existir en una imagen más que sea. Una tarde tomé el velo de domingo de la tía Gloria y me lo puse, y recé frente al espejo para ver si yo también podía parecerme un poco a ella, fundirme con la imagen de mi papá. Encontrar en mi cara, maquillada con polvos franceses, la de La biológica que yacía en esa foto, inanimada. Después de eso mi papá no volvió a ir a la casa de la tía Gloria; ella no lo invitó más. En los años sucesivos, cada vez que vi a mi papá, viejo como él solo, recordé ese momento frente al espejo, en el que los tres fuimos por fin una familia como dios manda.


jueves, 8 de noviembre de 2007

Ropa sucia

Le recordaba a Padre en las mentiras tontas, sobre todo en el olor a cigarro y colonia inglesa. Le contaron que Padre, cuando ella nació, intentó por todos los medios dejar de fumar. Luego de la autopsia, el médico le dijo a la mamá que tenía un adenocarcinoma pulmonar del tamaño de un puño en el lado izquierdo, pero que esa no era la causa de muerte. Nunca supieron de qué murió Padre. Ni la mamá ni ella soltaron una lágrima en el velorio. Padre no había sido el hombre que ellas hubieran querido. Se quedaron solas, paradas en silencio junto al cajón. Luego anduvieron por las calles de la ciudad, con la mirada perdida, como buscando algo. Después de ese día fue que él se apareció por la casa, idéntico a Padre, como si la tierra lo hubiera escupido en la entrada desde el hoyo del cementerio.

Recordaba a Padre al verlo a él echado sobre la cama del cuarto del fondo, leyendo libros comprados a mil en la feria; juntando cuescos de durazno en un tazón del velador. Tenía la manía de acumular cosas inservibles, rodeándose, incluso llenando las rendijas en los muros de la habitación con tiras de papel de diario. Llevaban semanas compartiendo los muros. Era claro que no quería verlas. Cuando volvían por la tarde se encerraba en el cuarto del fondo, el de Padre, esperando a que se apagaran las luces, pasara la noche y volviera a salir el sol. Esperando a que se fueran, sólo así dormía un par de horas. Eso ella lo sabía porque alguna vez, enferma de gripe, lo escuchó desde su cama bajar en puntillas las escaleras cuando la mamá echaba llave a la puerta de la calle. Había días como ese, que le recordaba tanto a Padre, en los que el calor lo obligaba a entreabrir la puerta del cuarto. Ella lo veía sonreír por alguna cosa escrita en los libros, anotar una línea en el borde de una hoja manchándose los dedos con la tinta. En una ocasión lo vio enfundarse uno de los abrigos de Padre frente al espejo y dibujar una que otra palabra con la boca, en silencio.

Alguna noche la mamá y él se encontraron en el pasillo, escaleras arriba. Discutían. Al igual que Padre, él golpeaba el muro con el puño izquierdo. La pelea había concluido con el saldo de tres cachetadas entre las partes. En otra ocasión fue ella quien se encontró con él en ese lugar. Ambos, igual que Padre, acostumbraban bajar muy tarde por la noche a buscar agua de llave helada en el refrigerador. Nunca coincidieron en la hora más que esa vez, y bajaron juntos las escaleras. Ella sacó de la gaveta dos vasos de plástico verde. Se sentaron a tomar el agua como si fueran familia. Al llegar arriba, al umbral del cuarto del fondo, él le ofreció un montón de hojas sacadas de los libros, dobladas con formas de animales. Las había hecho para ella durante el verano, pues sabía que no tenía ningún juguete y se aburría tanto que lo espiaba tardes enteras por la rendija de la puerta. Ella agradeció colgándosele del cuello, abrazándolo. Él le dijo su nombre en voz muy baja, cuidando de que nadie fuera a verlos. La puerta en el cuarto del fondo permaneció abierta varios minutos. Incluso después de que otra puerta, la del pasillo, se cerrara con un lento arañar en la madera del piso.

El último día de esa semana la mamá lavó toda la ropa e hizo las maletas de ambas, calentó café, abrió la llave del gas. Dio a la cerradura de la puerta de la calle dos vueltas, despegando las manos de los barrotes con parsimonia. Ambas anduvieron por horas caminando en círculos por la ciudad. Al final siempre habían andado solas. Luego la dejó en casa de sus abuelos.

viernes, 14 de septiembre de 2007

Friegatos

Crueldad hay en todos lados – no está mal empezar con una verdad genérica – y los pueblos perdidos, dispersos como carpas de gitanos en el desierto, no son la excepción.

La frase sin rumbo es la única herramienta que se me vino a la cabeza. Algo así como cuando uno compra el loto y elige los números sin pensar en nada fuera de afeitar el pasto. Mañas del oficio. Empecé por escribir párrafos cortos, no más de cuatro líneas. Cada vez que uno parecía iluminarse, otro presentaba la idea de un comienzo más alentador. Al final ninguno de los catorce escritos gozaba de buena salud. La nota de veinte líneas no salía, inventado o no el contenido de ésta, sin embargo sentía la necesidad de escribir sobre lo que ahí pasaba: anotar varias páginas, beber hartas tazas de café y partir por la mañana a la capital. ¿Pero qué era lo que estaba pasando? Cuatro casas de cuatro palos en medio de los cerros, un campo eriazo, un montón de locos y su par de gatos fritos.


Cuando me enviaron a cubrir la historia del friegatos la idea me revolvió mucho más que el estómago - la detención se realizó en la capital, una semana después de sucedidos los hechos a mediados de enero – porque hasta entonces nada tenía de interés ese pueblo a medio morir. Era mi cuarto día ahí sin nadie que quisiera hablar sobre el tema. Con suerte había gente de la cual obtener información, más dispuesta a matarme de aburrimiento tras largas sesiones de golpear puertas que de confirmarme al pueblo como el lugar de la noticia. Ni monosílabos salían de sus bocas. Su demora en salir de las casas me hizo creer que algo tenía en la cara más allá del gesto citadino. Mi ajenidad geográfica era algo evidente desde el principio.


- ¿Y a qué viene usted?

- A escribir una historia.

- ¡Ah! –dijo él.

Y volvimos al silencio.


El camión avanzaba lento, como una serpiente atravesando la estela de polvo amarillo que se cernía sobre toda la vista. Los ojos se distendían en los alienígenas tatuados en cada cerro, en la intermitente línea de recorte entre el cielo y la tierra. El camino desde Fátima al pueblo, sin ser largo, resultaba tedioso como ninguno.

- Debe de ser una historia muy interesante –volví a oír a la voz de al lado- para venir desde la capital hasta acá, me imagino.


Luego dijo, ante algunas de mis preguntas:


- Nada bueno se puede escribir sobre eso.


Y me bajé. Las casas y sus techos de paja parecían una pintura deshecha de vapores.

Dos días de conversaciones idénticas a esa primera; días de vagar por la única calle principal adivinando a la gente tras los muros de las desvencijadas casas. Me encerré después de eso dispuesto a inventar cada palabra en la historia que me habían encargado. Las autoridades locales – que aún no tenía el placer de conocer y esperaba de hecho existieran – hablan con consternación del peor caso de maltrato animal visto en la historia del municipio. Hasta ese momento ni siquiera había visto una cucaracha en ese lugar, por lo cual era probable nadie maltratara animales con frecuencia.

Para la cuarta noche ya estaba convencido de que ninguna de esas largas oraciones podía disimular todo lo inexplicable de esa historia y esa gente, su carencia total de palabras. Aún no sabía el lugar donde habían sucedido las cosas, la casa del friegatos, sus amistades o en qué colegio había estudiado. Necesitaba salir a fumar y buscar esa casa. La noche clareaba y era urgente, en ese punto inerte, encontrar un Lucky Strike y el lugar de los hechos. Lejos de casa el exotismo en la carencia de temas me había atrapado: no era culpa de los que no hablaban, sino que del que no podía inventar lo que ellos querían decir de esa forma.


Durante la noche parecía haber una vida retorcida en los pasajes del tierral. Algunas lucecitas a lo largo de la calle hacían más sólidas las estructuras derretidas en el día y las puertas, abiertas por completo, las dejaban ver en un intento de atrapar algún viento fresco. Me convertí en un punto de luz rojo, y con intermitencia en el destello blanco del flash de la cámara de fotos.


Un freidor de gatos no tendría una casa tan pulcra como esa del frente, ni pondría plantas en la ventana como la de ese lado. – El estado de descuido y fealdad de esta casa muy probablemente responde a los escabrosos rituales satánicos realizados por el imputado con mucha anterioridad al hecho que ahora nos ocupa - Era necesario encontrar una ilustración para todas las oraciones que estaban por ser escritas esa noche. - Quiero tomar unas fotos de su casa.


- Ésta es –indicó la vieja, que de vieja se juntaba con todo lo demás de ahí–, pero ya está muy oscura.

- Necesito tomarlas adentro.


Y me hizo pasar en el acto. Tomé fotografías de sus ollas, delantales sucios y algunas plumas amontonadas bajo el escobillón en una esquina mientras ella observaba fijo el paisaje afuera. Cuando le pregunté si sabía algo del friegatos palideció, la piel se le puso de gallina y parpadeó incontables veces hasta secar sus ojos. Era mi último intento por rescatar algo real para esa historia inventada. No perdía nada, pensé. Cerró de un portazo la casa y se quedó en una silla, sentada frente a la puerta.

- Aquí nunca ha habido gatos, ni aceite para freír, ni freidoras, ni nada de eso.

- Sí los hay, o los hubo -continué–. Los hubo cuando ese hombre tomó a esos gatos y los echó al sartén.

- ¿Y quién lo dice?


Lo había dicho el hombre mismo, que había corrido hasta Fátima, y desde ahí a la capital. Ahí había confesado, corrido, y estaba en la cárcel casi por voluntad propia. Eso porque cosas peores debían de pasar en ese pueblo enterrado sin que nadie se enterara.

- Aquí hay secretos: nadie sale de aquí con historias. No hay mapas ni calles para ir y venir –dijo.


Y volvimos al silencio, que se comía a todas las posibles conversaciones.

- ¿Y tiene que ver eso con mis gatos?

- ¿A quién le importan esos gatos? –preguntó más para si misma que otra cosa– La guinda de la torta los gatos esos, nada más.



Se levantó de la silla. Arrastraba una pierna hasta la puerta de entrada que, una vez abierta, me mostró la silueta de los cerros, las casas, y las ventanas en ellas. Podía imaginar los ojos tras esas oscuras ventanas, uno a uno puestos sobre nuestra figura recortada en la luz del umbral. No había nada más que hacer esa noche, ni siquiera perder el tiempo escribiendo las veinte líneas. Caminé tras la vieja hasta la salida del pueblo que, mirado desde la ladera que lo conectaba a Fátima al correr, no era más que una mancha de aceite negro sobre la tierra.



viernes, 7 de septiembre de 2007

Echar fuera*

La última vez que estuve aquí, hace tres horas, prometí pensar mejor antes de echarme algo a la boca. Las contracciones, el moco y las lágrimas en fila. Nada, me estoy lavando los dientes: es que no amanecí bien del estómago en esta vida. Dolor en el paladar y vértigo en la guatita, como si estuviera en un edificio muy alto tirándole escupos a la gente que camina abajo convertida en hormigas. Los dientes arrastran en la lengua palabras, trozos de tomate, futuras aguas del río. Salen de la boca con tanta claridad que su eco, atractivo, no permite oírlos.


* Cuento enviado al concurso ese de las 100 palabras.


lunes, 27 de agosto de 2007

Salida de las noticias

Las casas eran pequeñas, de dos pisos y tres metros de fachada. Una, otra y otra en largas calles de muros compartidos parecidas a las de la villa Alianza, donde viví hasta poco antes de egresar, salvo en las ventanas que eran chicas como ratoneras. Ventanas más parecidas a rendijas de buzón, de tostador de pan por las que los tiras se metían a modo de auto-payaso. La cuarta puerta de la cuadra, la del Vásquez, tuvieron que sacarla con reja y todo. Pensé que si alguien salía por esa no iba a llegar muy lejos.

La ventaja era que teníamos lleno de colegas de esquina a esquina. Desventaja: tras la hilera de casas una cancha se extendía por varios metros. No era un problema sino que un lugar común, tras cada población siempre un peladero se ensanchaba como ayudando a la huida. Difícilmente entre las protecciones de las ventanas alguien se escapaba, pero cuando eso pasaba era uno menos que acarrear.

- Está en el baño – Me avisaron al entrar.

- Sí – dije –. Sí. – Y continué el camino derecho escaleras arriba. La casa era corta: en dos pasos ya estaba frente a la puerta.

Toqué varias veces recorriendo la habitación de dos por cuatro que constituía el segundo piso, ahora llena de detectives. Abra la puerta Rosita, y nada. Sobre el velador una caja de zapatos nuevos, los primeros que el Vásquez le daba a su señora en siete años. Eso, según lo que dijo después en el retén, porque “la desgraciada cobarde” estaba yendo a estudiar peluquería y se sentía orgulloso. Estaba picado porque se había ido sin decirle nada. A él ya lo habían sacado, pero de ella nada, ni siquiera una chuchada loca.

Por la rendija pude ver que estaba encerrada con llave y, metiendo el ojo por no sé dónde, comencé por ver la punta de sus dedos, las manos, los brazos, la cabeza y medio cuerpo incrustado en la ventana de 35 centímetros de ancho del baño. Sus ojos acuosos se fijaron en el mío. Aún a través de la puerta podíamos vernos de alguna forma, con miradas entre su rostro transfigurado de dolor y mi ojo rojo.

- ¿Y cómo hizo para quedarse así atascada, Rosita?

- Metí las piernas primero y así nomás, ya está hecho: me quedé adentro.

Dijo, como si fuera lo más natural del mundo. No fue su puchero lo que me dio más lástima, sino que su actitud de mansedumbre ante la propuesta de echar la puerta abajo o traerle un equipo de rescate. Ante la noticia de que el Vásquez ya estaba en la patrulla comenzó a llorar quedo, casi sin gesticular. Sus codos y cabeza comenzaron a golpear los marcos de la ventana decididos. Se me cayó un zapato, dijo. Ahí se me apareció la idea.

- Deje de patalear ¿me oye? ¿Acaso quiere matarse? apoye las rodillas en el muro y tírese hacia fuera, así mismo, como si se estuviera sentando… ¡No tan rápido, se va a romper una costilla! Déle, así, si estira los brazos y se encoge de hombros pasa más fácil. Déjese de llorar, así no le cunde nada. Cuélguese de los brazos. Tírese. Si logra sacarse de ahí y caer nadie la va a molestar ¿oyó? Váyase ya, rapidito. Yo no la conozco y usted no me conoce a mí.

Los dedos, apretando con los nudillos blancos el marco de la ventana, se soltaron de un solo chasquido sin golpe seco al final de la caída. No sacaba nada con asomarme, era tan tarde que no habría visto nada. Para cuando salimos por la puerta del frente el único ruido que se oía en la cancha era el de los perros que ladraban.

domingo, 26 de agosto de 2007

Locomoción colectiva*

Y la niña se ríe. El papá empuja su cabeza con la mano, intenta sacar su brazo de entre los bracitos. Lo desliza fuera de la manga; ella lo ataja otra vez. Ríe con tos, sin aire. Él tiene un hoyuelo en la pera donde ella mete un diminuto dedo; también en las aletas de la nariz. Él papá la separa, aplasta suavemente la nariz y la boca con su inmensa mano. Ella ríe porque en la broma sabe que no van a separarse de verdad. Él la toma en brazos y ambos tocan el timbre para bajar.


* Cuento enviado al concurso ese de las 100 palabras.