lunes, 23 de julio de 2007

Grandchester y Salas

Desde hace una hora el mentiroso compulsivo está en la terraza. Grandchester y Salas lo miran de reojo, entre dedos y naipes, esperando el momento justo para cumplir el encargo. Siempre está rodeado de una cantidad considerable de turistas que van y vienen traídos por las gentes del hotel. A very very tipical man, dice el guía en inglés colombiano. El hombre se quita el sombrero y hace una educada reverencia a quienes lo rodean. En el momento justo en que empieza a contar que se hicieron los dedos faltantes en su mano izquierda Salas apaga un cuarto cigarro. Estoy harto, dice, ni te imaginas lo cabreado que estoy. Su acompañante sonríe; take it easy, it’s about time.

El mentiroso se pone de pie y mezclado en el grupo cuenta a un niño que fue entrenador de tiburones cuando aún era joven. Los dos hombres lo siguen de cerca, preguntándose cual sería el propósito de enseñar trucos a animales tan feroces. Todos se quedan en el patio del hotel, una especie de zoológico pobre donde junto a la piscina habían construido una fosa sobrepoblada de flamencos. Antes aquí había un elefante asiático, dice el mentiroso apuntando con su medio dedo a los pájaros, eso y seis jaulas: con leones y tigres revueltos. Cuando se cruzaron tuvieron como resultado una camada de ocho ligres, los más grandes y listos que se hayan visto en Sudamérica, pero el dueño los vendió a un circo ruso y murieron más parecidos a retazos de una alfombra vieja que a bestias salvajes.

El mentiroso se va a manejar un taxi, tal y como lo hace cada día desde hace más de seis años luego de vagar en el hotel, nunca tiene carreras a esa hora. Salas y Grandchester lo abordan, le dan las instrucciones. Es muy lejos, será una carrera cara, advierten. Al bajar lo único visible es la montaña de basura que llena el peladero en el que acaba la ciudad. Bajan al hombre por las solapas, arrastrándolo vertedero adentro. Salas dice sabemos lo que pasó, venimos a darte un mensaje. El mentiroso se sienta sobre una bolsa, tratando de persuadirlos con su buen comportamiento de que están equivocados. Pide piedad, dice no estoy solo; es Salas quien acaba el trabajo y luego lo mete de cabeza en la misma bolsa donde está sentado. Oyen pasos a lo lejos, no estaba mintiendo el hijo de puta, piensan. Grandchester alcanza apenas a cortar los dos dedos restantes de la mano izquierda del mentiroso, uno para cada uno, y a prenderle fuego. No estaba mintiendo. Ambos comienzan a correr perdiéndose entre cerros de escombros, escuchando sus propias quejas para encontrarse juntos en medio de la oscuridad. Salas va adelante, escucha tres juegos de pasos tras él y el viento fétido al frente; Grandchester ya no oye nada, siente en la cara los líquidos que caen de la cara de Salas y la temperatura de un aire sucio, ya pasado por los pulmones de otro. Grita I’ll meet you on the other side of the railway sin saber si lo escuchan.

Salas cruza de un salto la línea del tren, seguro de ya no escuchar los pasos y jadeos tras de sí; está sólo de ese lado de las vías. Se voltea para ver la geografía monstruosa del basural, interrumpida por una que otra combustión espontánea. No hay rastro de Grandchester o del dedo, que seguro perdió en la carrera. Revisa en su mente cada minuto del día tratando de convencerse de que no se equivocaron de hotel, de hora o de taxista. Aún le queda la esperanza vana de que su compañero aparezca en el Terminal con el otro dedo, de no ser así, Dios se apiade. Mira las luces de la ciudad, metidas en una fosa, y echa a correr hasta que se suma al grupo de hombres que se apresuran calle abajo, camino a la plaza central. Aún le quedan tres horas más de espera.