sábado, 23 de junio de 2007

La colecta

Entonces me rajo a llorar en medio del pasillo lleno, siempre resulta si la gente se te pone muy dura. Me bajo de carrera con las piernas agarrotadas de tanto caminar y apenas dan las cinco llamo al Ricardo para ver si es que se halla en su casa, pero ese nunca está cuando uno tiene plata y puede comprar. La ida la hago por Bascuñan hasta que llego al portal verde y bajo a la estación haciéndome algunas monedas más, las últimas del día, en un 210. Sentado en la ventana del Preunic miro los autos pasar apuraditos y cuento la ganancia guardándomela en diferentes bolsillos. Ahí junto al Can, que así le pusimos al perro de las motas blancas en la cara, suelto un poco más la venda del chungo como pidiéndole paciencia, pensando que en un mes o dos más que la haga no se nota que hoy gasté la plata en otras cosas. Total antes tampoco me gustaba mucho ser el capitán garfio; pensando en lo que va a durar esa cosa, para lo único que sirve es de propaganda en la micro mientras no la tenga.


Limpieza profunda

Un día más, un día menos, casi ni se nota aún. Cada mañana, al ver mi cara recién despierta en el espejo, siento la tentación de no lavarla porque puede gastarse. La piel, apenas ojerosa, se extiende hacia el cabello revuelto en curvas y rectas, pálida como si aún la sangre no llegara tan arriba. Hay días en que sin aún bañarme uso unos polvos franceses que me heredó mamá por no servir de nada para las dolencias de una vieja gastada y triste. Voy de la frente a la punta de la nariz, haciendo círculos ininterrumpidos en la extensión blanca y lisa de mi piel. Si en sueños el mayor temor lo siento cuando veo que caen mis dientes, a esas horas de la mañana es el encontrar una grieta más sobre mi frente. Puedo ver en ese movimiento circular del maquillaje a cada arteria y capilar apostado bajo la piel, los músculos que se contraen y estiran, la superficie del cráneo, el cartílago deformado de la nariz; además de verlos caer a todos juntos, derretidos por el paso de los días. Mirando con cuidado morboso puedo ver qué es lo que cederá primero. Puedo observar cómo será mi cara dentro de un mes, doce meses, dieciocho meses, veinticinco años, dentro del cajón agusanándose de tanta crema que le echo; me veo en el pellejo gastado de una vieja cansada y triste, en la boca de un reloj, en las cajas del Hogar de Cristo, en las esquinas de Alameda y en las miles de caras de hombres que en un futuro próximo comenzarán a darme el asiento en la micro. Aún no salgo del baño y ya estoy agotada.


En línea recta

El notorio nudo en la garganta. Los dedos que tamborilean en el respaldo del asiento del frente. Siento ser espectadora ajena de mi propio cuerpo en su actual estado de aturdimiento. ¿Eso fue bueno o malo? Me quedo atenta a como mi mano se enrolla en la manilla de plástico, recordando a una oreja, y luego en el botón naranja del timbre. Al cambiar de vehículo es el intento desesperado por establecer una conversación con el taxista lo único que me impide llorar como Dios manda. Intento con el paro de micros, el Colo-Colo, la lluvia, el clásico “cómo ha estado la pega” y nada; su nuca sigue impenetrable al frente. Estoy resfriada, digo. Entro sin hablar en la sala húmeda y me siento entre la gente del taller como en un safari. Justo hoy puros cuentos tristes, pienso. Critico algo malo de la historia de una niña colorina, pero luego arrepentida digo que me gustó. No sé por qué abrí la boca desde un principio. Se me ocurre que la pobre también puede estar apenada el día de hoy, al límite, pero si me callo empezaré a pensar y ahí si que me largo. Es que estoy resfriada, repito, y enfilamos con mis amigos, nuevos y usados, mientras me seco la pera con una manga. Me pierdo en sus palabras hasta que cada uno se despide y camina hacia una dirección distinta. En la calle ya no hay nadie. ¿Desde cuándo te gusto?, dice. Me río y le devuelvo la pregunta. Responde que para él es distinto porque está enamorado y no sabe si yo le gusto o sólo me quiere mucho. Pero eres de las personas a las que más quiero, destaca. Entonces ahí sola da cosa subir a la micro de vuelta a casa, porque siento vergüenza de haberle dicho eso. Me quedo mirando fijo a los autos que, hechos pura luz en la noche, pasan rápido frente al asiento del paradero. En la tele me habían advertido que los hombres nunca se enamoran de las mujeres a las que usan, pero sorda como yo sola cambié el canal para ver una teleserie mexicana.