domingo, 18 de noviembre de 2007

La biológica

Yo no tuve nunca más mamá que la tía Gloria. Siempre le dije a la otra La biológica, como si con eso la mandara a vivir a otro planeta. La biológica, con la que me llevaba por quince años exactos, que me enviaba una carta con veinte mil pesos cada navidad.

A La biológica, según me contó alguna vez la tía Gloria, le gustaban los juegos de niño, en los que podía morir muchas veces durante un recreo. A diferencia de cualquier niña normal, ella no se resistía a la idea de que la mataran. Permanecía así, de espaldas en el piso, hasta que los demás compañeros se aburrían y comenzaban el juego una vez más. Sentía fascinación por las balas y las pistolas. Ya en esos tiempos, La biológica andaba de puerta en puerta ofreciendo mermeladas y huevos de su casa. Dicen que eso, hasta su adolescencia, se prestó para malos entendidos; después para módicas remuneraciones y un viaje a la ciudad. Le gustaba echarse de espaldas y mirar al cielo, que aquí es tan transparente, y algunos tenían como pasatiempo echarse a verla tomar el sol. Le gustaba estar en el piso porque odiaba tener que usar vestidos, todos heredados de sus hermanas grandes. Vestidos que se levantaban con las corrientes de aire. No creo que en Santiago ella hubiera disfrutado igual del austero placer de tenderse de espaldas sobre un piso sencillo, aunque quizás pienso eso porque no tengo ni un sólo recuerdo de ella que sea verdadero.

Desde que me acuerdo, el único que venía a verme desde Santiago era mi papá. La biológica nunca más volvió pasados unos años después de que nací. Traía ropa nueva, una lata de Ambrosoli y la carta de La biológica. Ahora, cuando ocasionalmente nos encontramos en el barrio, me dice que siempre trataba de llevarme con él a la capital sin obtener resultados. La tía Gloria le decía eres mal agradecido, tanto que te criamos al niño y ahora que es grande te lo quieres llevar. Nosotras nos morimos sin él, decía, porque a la tía Gloria siempre le gustó hablar en plural. Hablaba como si se hubiera comido a La biológica y ahora viviera en sus interiores con voz y voto.

Mi papá, allá en Santiago, siempre estaba sentado en las bancas del parque central. Al andar sin corbata, su camisa blanca lo recortaba del gris en el pasillo oscuro de sombras de árboles. Siempre resaltó por su apariencia descuidada, de cuerpo flaco y cara sin barba. A veces, cuando le iba mejor en esos trabajos chicos que nunca supo describirme, compraba cigarros y un par de panes con queso para pasar la mañana. Hablaba con alguno de los viejos que iban a dormir la mona en las bancas a la sombra. Tomaba agua de la fuente, que estaba rota y llena de palomas. Sudaba mucho. Luego iba a casa, donde se miraba a sí mismo en el espejo con la cara de desconsuelo que usan las madres al ver ir y venir a sus hijos, inútiles como fantasmas, huérfanos. Es que la gente en la capital es tan ociosa, decía la tía Gloria cuando me contaba estas cosas, y tu papá tan joven, tan solo.

Mi papá desde niño pareció un hombre, según lo que cuenta con orgullo, sentado con las piernas abiertas o de espaldas en el suelo. Ahora que es viejo tiene aspecto extraño, como si poco a poco fuera fundiéndose con la cara de la tía Gloria, también vieja. Dicen que los ancianos todos se parecen unos a otros. Él me dijo una vez que, por haber estado tan cerca, La biológica le había contagiado su cara de un soplo; por eso ellos dos, y la tía Gloria a su vez, se parecían tanto. Me mostró una foto de La biológica en eso entonces, la primera y única que vi. Estaba parada en el parque central con un vestido largo amarrado entre las piernas, como si deseara de corazón tener puestos unos pantalones. Su cara, de perfil, era muy similar a la de mi papá, exceptuando que las cejas eran finas y los labios estaban pintados muy oscuros. Cuando le pregunté donde se encontraba él, me respondió con un carraspeo escueto y sin más explicaciones. La tía Gloria me dijo, por su parte, que no preguntara tonteras. En esa foto La biológica sostiene un cigarro apenas en la punta de los labios, como si fuera un maniquí de Marlboro. Muestra las piernas. Tiene una mano sobre el oído, tratando de escuchar al niño pequeño que aparece apenas en la esquina de la escena, taimado. Pregunté si ese niño era yo, muy ingenuamente, pero tampoco recibí respuesta a eso. No recuerdo nunca haber estado en Santiago. Las fotos eran costosas, así que imaginé que La biológica tenía suerte de existir en una imagen más que sea. Una tarde tomé el velo de domingo de la tía Gloria y me lo puse, y recé frente al espejo para ver si yo también podía parecerme un poco a ella, fundirme con la imagen de mi papá. Encontrar en mi cara, maquillada con polvos franceses, la de La biológica que yacía en esa foto, inanimada. Después de eso mi papá no volvió a ir a la casa de la tía Gloria; ella no lo invitó más. En los años sucesivos, cada vez que vi a mi papá, viejo como él solo, recordé ese momento frente al espejo, en el que los tres fuimos por fin una familia como dios manda.


jueves, 8 de noviembre de 2007

Ropa sucia

Le recordaba a Padre en las mentiras tontas, sobre todo en el olor a cigarro y colonia inglesa. Le contaron que Padre, cuando ella nació, intentó por todos los medios dejar de fumar. Luego de la autopsia, el médico le dijo a la mamá que tenía un adenocarcinoma pulmonar del tamaño de un puño en el lado izquierdo, pero que esa no era la causa de muerte. Nunca supieron de qué murió Padre. Ni la mamá ni ella soltaron una lágrima en el velorio. Padre no había sido el hombre que ellas hubieran querido. Se quedaron solas, paradas en silencio junto al cajón. Luego anduvieron por las calles de la ciudad, con la mirada perdida, como buscando algo. Después de ese día fue que él se apareció por la casa, idéntico a Padre, como si la tierra lo hubiera escupido en la entrada desde el hoyo del cementerio.

Recordaba a Padre al verlo a él echado sobre la cama del cuarto del fondo, leyendo libros comprados a mil en la feria; juntando cuescos de durazno en un tazón del velador. Tenía la manía de acumular cosas inservibles, rodeándose, incluso llenando las rendijas en los muros de la habitación con tiras de papel de diario. Llevaban semanas compartiendo los muros. Era claro que no quería verlas. Cuando volvían por la tarde se encerraba en el cuarto del fondo, el de Padre, esperando a que se apagaran las luces, pasara la noche y volviera a salir el sol. Esperando a que se fueran, sólo así dormía un par de horas. Eso ella lo sabía porque alguna vez, enferma de gripe, lo escuchó desde su cama bajar en puntillas las escaleras cuando la mamá echaba llave a la puerta de la calle. Había días como ese, que le recordaba tanto a Padre, en los que el calor lo obligaba a entreabrir la puerta del cuarto. Ella lo veía sonreír por alguna cosa escrita en los libros, anotar una línea en el borde de una hoja manchándose los dedos con la tinta. En una ocasión lo vio enfundarse uno de los abrigos de Padre frente al espejo y dibujar una que otra palabra con la boca, en silencio.

Alguna noche la mamá y él se encontraron en el pasillo, escaleras arriba. Discutían. Al igual que Padre, él golpeaba el muro con el puño izquierdo. La pelea había concluido con el saldo de tres cachetadas entre las partes. En otra ocasión fue ella quien se encontró con él en ese lugar. Ambos, igual que Padre, acostumbraban bajar muy tarde por la noche a buscar agua de llave helada en el refrigerador. Nunca coincidieron en la hora más que esa vez, y bajaron juntos las escaleras. Ella sacó de la gaveta dos vasos de plástico verde. Se sentaron a tomar el agua como si fueran familia. Al llegar arriba, al umbral del cuarto del fondo, él le ofreció un montón de hojas sacadas de los libros, dobladas con formas de animales. Las había hecho para ella durante el verano, pues sabía que no tenía ningún juguete y se aburría tanto que lo espiaba tardes enteras por la rendija de la puerta. Ella agradeció colgándosele del cuello, abrazándolo. Él le dijo su nombre en voz muy baja, cuidando de que nadie fuera a verlos. La puerta en el cuarto del fondo permaneció abierta varios minutos. Incluso después de que otra puerta, la del pasillo, se cerrara con un lento arañar en la madera del piso.

El último día de esa semana la mamá lavó toda la ropa e hizo las maletas de ambas, calentó café, abrió la llave del gas. Dio a la cerradura de la puerta de la calle dos vueltas, despegando las manos de los barrotes con parsimonia. Ambas anduvieron por horas caminando en círculos por la ciudad. Al final siempre habían andado solas. Luego la dejó en casa de sus abuelos.