domingo, 18 de noviembre de 2007

La biológica

Yo no tuve nunca más mamá que la tía Gloria. Siempre le dije a la otra La biológica, como si con eso la mandara a vivir a otro planeta. La biológica, con la que me llevaba por quince años exactos, que me enviaba una carta con veinte mil pesos cada navidad.

A La biológica, según me contó alguna vez la tía Gloria, le gustaban los juegos de niño, en los que podía morir muchas veces durante un recreo. A diferencia de cualquier niña normal, ella no se resistía a la idea de que la mataran. Permanecía así, de espaldas en el piso, hasta que los demás compañeros se aburrían y comenzaban el juego una vez más. Sentía fascinación por las balas y las pistolas. Ya en esos tiempos, La biológica andaba de puerta en puerta ofreciendo mermeladas y huevos de su casa. Dicen que eso, hasta su adolescencia, se prestó para malos entendidos; después para módicas remuneraciones y un viaje a la ciudad. Le gustaba echarse de espaldas y mirar al cielo, que aquí es tan transparente, y algunos tenían como pasatiempo echarse a verla tomar el sol. Le gustaba estar en el piso porque odiaba tener que usar vestidos, todos heredados de sus hermanas grandes. Vestidos que se levantaban con las corrientes de aire. No creo que en Santiago ella hubiera disfrutado igual del austero placer de tenderse de espaldas sobre un piso sencillo, aunque quizás pienso eso porque no tengo ni un sólo recuerdo de ella que sea verdadero.

Desde que me acuerdo, el único que venía a verme desde Santiago era mi papá. La biológica nunca más volvió pasados unos años después de que nací. Traía ropa nueva, una lata de Ambrosoli y la carta de La biológica. Ahora, cuando ocasionalmente nos encontramos en el barrio, me dice que siempre trataba de llevarme con él a la capital sin obtener resultados. La tía Gloria le decía eres mal agradecido, tanto que te criamos al niño y ahora que es grande te lo quieres llevar. Nosotras nos morimos sin él, decía, porque a la tía Gloria siempre le gustó hablar en plural. Hablaba como si se hubiera comido a La biológica y ahora viviera en sus interiores con voz y voto.

Mi papá, allá en Santiago, siempre estaba sentado en las bancas del parque central. Al andar sin corbata, su camisa blanca lo recortaba del gris en el pasillo oscuro de sombras de árboles. Siempre resaltó por su apariencia descuidada, de cuerpo flaco y cara sin barba. A veces, cuando le iba mejor en esos trabajos chicos que nunca supo describirme, compraba cigarros y un par de panes con queso para pasar la mañana. Hablaba con alguno de los viejos que iban a dormir la mona en las bancas a la sombra. Tomaba agua de la fuente, que estaba rota y llena de palomas. Sudaba mucho. Luego iba a casa, donde se miraba a sí mismo en el espejo con la cara de desconsuelo que usan las madres al ver ir y venir a sus hijos, inútiles como fantasmas, huérfanos. Es que la gente en la capital es tan ociosa, decía la tía Gloria cuando me contaba estas cosas, y tu papá tan joven, tan solo.

Mi papá desde niño pareció un hombre, según lo que cuenta con orgullo, sentado con las piernas abiertas o de espaldas en el suelo. Ahora que es viejo tiene aspecto extraño, como si poco a poco fuera fundiéndose con la cara de la tía Gloria, también vieja. Dicen que los ancianos todos se parecen unos a otros. Él me dijo una vez que, por haber estado tan cerca, La biológica le había contagiado su cara de un soplo; por eso ellos dos, y la tía Gloria a su vez, se parecían tanto. Me mostró una foto de La biológica en eso entonces, la primera y única que vi. Estaba parada en el parque central con un vestido largo amarrado entre las piernas, como si deseara de corazón tener puestos unos pantalones. Su cara, de perfil, era muy similar a la de mi papá, exceptuando que las cejas eran finas y los labios estaban pintados muy oscuros. Cuando le pregunté donde se encontraba él, me respondió con un carraspeo escueto y sin más explicaciones. La tía Gloria me dijo, por su parte, que no preguntara tonteras. En esa foto La biológica sostiene un cigarro apenas en la punta de los labios, como si fuera un maniquí de Marlboro. Muestra las piernas. Tiene una mano sobre el oído, tratando de escuchar al niño pequeño que aparece apenas en la esquina de la escena, taimado. Pregunté si ese niño era yo, muy ingenuamente, pero tampoco recibí respuesta a eso. No recuerdo nunca haber estado en Santiago. Las fotos eran costosas, así que imaginé que La biológica tenía suerte de existir en una imagen más que sea. Una tarde tomé el velo de domingo de la tía Gloria y me lo puse, y recé frente al espejo para ver si yo también podía parecerme un poco a ella, fundirme con la imagen de mi papá. Encontrar en mi cara, maquillada con polvos franceses, la de La biológica que yacía en esa foto, inanimada. Después de eso mi papá no volvió a ir a la casa de la tía Gloria; ella no lo invitó más. En los años sucesivos, cada vez que vi a mi papá, viejo como él solo, recordé ese momento frente al espejo, en el que los tres fuimos por fin una familia como dios manda.


jueves, 8 de noviembre de 2007

Ropa sucia

Le recordaba a Padre en las mentiras tontas, sobre todo en el olor a cigarro y colonia inglesa. Le contaron que Padre, cuando ella nació, intentó por todos los medios dejar de fumar. Luego de la autopsia, el médico le dijo a la mamá que tenía un adenocarcinoma pulmonar del tamaño de un puño en el lado izquierdo, pero que esa no era la causa de muerte. Nunca supieron de qué murió Padre. Ni la mamá ni ella soltaron una lágrima en el velorio. Padre no había sido el hombre que ellas hubieran querido. Se quedaron solas, paradas en silencio junto al cajón. Luego anduvieron por las calles de la ciudad, con la mirada perdida, como buscando algo. Después de ese día fue que él se apareció por la casa, idéntico a Padre, como si la tierra lo hubiera escupido en la entrada desde el hoyo del cementerio.

Recordaba a Padre al verlo a él echado sobre la cama del cuarto del fondo, leyendo libros comprados a mil en la feria; juntando cuescos de durazno en un tazón del velador. Tenía la manía de acumular cosas inservibles, rodeándose, incluso llenando las rendijas en los muros de la habitación con tiras de papel de diario. Llevaban semanas compartiendo los muros. Era claro que no quería verlas. Cuando volvían por la tarde se encerraba en el cuarto del fondo, el de Padre, esperando a que se apagaran las luces, pasara la noche y volviera a salir el sol. Esperando a que se fueran, sólo así dormía un par de horas. Eso ella lo sabía porque alguna vez, enferma de gripe, lo escuchó desde su cama bajar en puntillas las escaleras cuando la mamá echaba llave a la puerta de la calle. Había días como ese, que le recordaba tanto a Padre, en los que el calor lo obligaba a entreabrir la puerta del cuarto. Ella lo veía sonreír por alguna cosa escrita en los libros, anotar una línea en el borde de una hoja manchándose los dedos con la tinta. En una ocasión lo vio enfundarse uno de los abrigos de Padre frente al espejo y dibujar una que otra palabra con la boca, en silencio.

Alguna noche la mamá y él se encontraron en el pasillo, escaleras arriba. Discutían. Al igual que Padre, él golpeaba el muro con el puño izquierdo. La pelea había concluido con el saldo de tres cachetadas entre las partes. En otra ocasión fue ella quien se encontró con él en ese lugar. Ambos, igual que Padre, acostumbraban bajar muy tarde por la noche a buscar agua de llave helada en el refrigerador. Nunca coincidieron en la hora más que esa vez, y bajaron juntos las escaleras. Ella sacó de la gaveta dos vasos de plástico verde. Se sentaron a tomar el agua como si fueran familia. Al llegar arriba, al umbral del cuarto del fondo, él le ofreció un montón de hojas sacadas de los libros, dobladas con formas de animales. Las había hecho para ella durante el verano, pues sabía que no tenía ningún juguete y se aburría tanto que lo espiaba tardes enteras por la rendija de la puerta. Ella agradeció colgándosele del cuello, abrazándolo. Él le dijo su nombre en voz muy baja, cuidando de que nadie fuera a verlos. La puerta en el cuarto del fondo permaneció abierta varios minutos. Incluso después de que otra puerta, la del pasillo, se cerrara con un lento arañar en la madera del piso.

El último día de esa semana la mamá lavó toda la ropa e hizo las maletas de ambas, calentó café, abrió la llave del gas. Dio a la cerradura de la puerta de la calle dos vueltas, despegando las manos de los barrotes con parsimonia. Ambas anduvieron por horas caminando en círculos por la ciudad. Al final siempre habían andado solas. Luego la dejó en casa de sus abuelos.

viernes, 14 de septiembre de 2007

Friegatos

Crueldad hay en todos lados – no está mal empezar con una verdad genérica – y los pueblos perdidos, dispersos como carpas de gitanos en el desierto, no son la excepción.

La frase sin rumbo es la única herramienta que se me vino a la cabeza. Algo así como cuando uno compra el loto y elige los números sin pensar en nada fuera de afeitar el pasto. Mañas del oficio. Empecé por escribir párrafos cortos, no más de cuatro líneas. Cada vez que uno parecía iluminarse, otro presentaba la idea de un comienzo más alentador. Al final ninguno de los catorce escritos gozaba de buena salud. La nota de veinte líneas no salía, inventado o no el contenido de ésta, sin embargo sentía la necesidad de escribir sobre lo que ahí pasaba: anotar varias páginas, beber hartas tazas de café y partir por la mañana a la capital. ¿Pero qué era lo que estaba pasando? Cuatro casas de cuatro palos en medio de los cerros, un campo eriazo, un montón de locos y su par de gatos fritos.


Cuando me enviaron a cubrir la historia del friegatos la idea me revolvió mucho más que el estómago - la detención se realizó en la capital, una semana después de sucedidos los hechos a mediados de enero – porque hasta entonces nada tenía de interés ese pueblo a medio morir. Era mi cuarto día ahí sin nadie que quisiera hablar sobre el tema. Con suerte había gente de la cual obtener información, más dispuesta a matarme de aburrimiento tras largas sesiones de golpear puertas que de confirmarme al pueblo como el lugar de la noticia. Ni monosílabos salían de sus bocas. Su demora en salir de las casas me hizo creer que algo tenía en la cara más allá del gesto citadino. Mi ajenidad geográfica era algo evidente desde el principio.


- ¿Y a qué viene usted?

- A escribir una historia.

- ¡Ah! –dijo él.

Y volvimos al silencio.


El camión avanzaba lento, como una serpiente atravesando la estela de polvo amarillo que se cernía sobre toda la vista. Los ojos se distendían en los alienígenas tatuados en cada cerro, en la intermitente línea de recorte entre el cielo y la tierra. El camino desde Fátima al pueblo, sin ser largo, resultaba tedioso como ninguno.

- Debe de ser una historia muy interesante –volví a oír a la voz de al lado- para venir desde la capital hasta acá, me imagino.


Luego dijo, ante algunas de mis preguntas:


- Nada bueno se puede escribir sobre eso.


Y me bajé. Las casas y sus techos de paja parecían una pintura deshecha de vapores.

Dos días de conversaciones idénticas a esa primera; días de vagar por la única calle principal adivinando a la gente tras los muros de las desvencijadas casas. Me encerré después de eso dispuesto a inventar cada palabra en la historia que me habían encargado. Las autoridades locales – que aún no tenía el placer de conocer y esperaba de hecho existieran – hablan con consternación del peor caso de maltrato animal visto en la historia del municipio. Hasta ese momento ni siquiera había visto una cucaracha en ese lugar, por lo cual era probable nadie maltratara animales con frecuencia.

Para la cuarta noche ya estaba convencido de que ninguna de esas largas oraciones podía disimular todo lo inexplicable de esa historia y esa gente, su carencia total de palabras. Aún no sabía el lugar donde habían sucedido las cosas, la casa del friegatos, sus amistades o en qué colegio había estudiado. Necesitaba salir a fumar y buscar esa casa. La noche clareaba y era urgente, en ese punto inerte, encontrar un Lucky Strike y el lugar de los hechos. Lejos de casa el exotismo en la carencia de temas me había atrapado: no era culpa de los que no hablaban, sino que del que no podía inventar lo que ellos querían decir de esa forma.


Durante la noche parecía haber una vida retorcida en los pasajes del tierral. Algunas lucecitas a lo largo de la calle hacían más sólidas las estructuras derretidas en el día y las puertas, abiertas por completo, las dejaban ver en un intento de atrapar algún viento fresco. Me convertí en un punto de luz rojo, y con intermitencia en el destello blanco del flash de la cámara de fotos.


Un freidor de gatos no tendría una casa tan pulcra como esa del frente, ni pondría plantas en la ventana como la de ese lado. – El estado de descuido y fealdad de esta casa muy probablemente responde a los escabrosos rituales satánicos realizados por el imputado con mucha anterioridad al hecho que ahora nos ocupa - Era necesario encontrar una ilustración para todas las oraciones que estaban por ser escritas esa noche. - Quiero tomar unas fotos de su casa.


- Ésta es –indicó la vieja, que de vieja se juntaba con todo lo demás de ahí–, pero ya está muy oscura.

- Necesito tomarlas adentro.


Y me hizo pasar en el acto. Tomé fotografías de sus ollas, delantales sucios y algunas plumas amontonadas bajo el escobillón en una esquina mientras ella observaba fijo el paisaje afuera. Cuando le pregunté si sabía algo del friegatos palideció, la piel se le puso de gallina y parpadeó incontables veces hasta secar sus ojos. Era mi último intento por rescatar algo real para esa historia inventada. No perdía nada, pensé. Cerró de un portazo la casa y se quedó en una silla, sentada frente a la puerta.

- Aquí nunca ha habido gatos, ni aceite para freír, ni freidoras, ni nada de eso.

- Sí los hay, o los hubo -continué–. Los hubo cuando ese hombre tomó a esos gatos y los echó al sartén.

- ¿Y quién lo dice?


Lo había dicho el hombre mismo, que había corrido hasta Fátima, y desde ahí a la capital. Ahí había confesado, corrido, y estaba en la cárcel casi por voluntad propia. Eso porque cosas peores debían de pasar en ese pueblo enterrado sin que nadie se enterara.

- Aquí hay secretos: nadie sale de aquí con historias. No hay mapas ni calles para ir y venir –dijo.


Y volvimos al silencio, que se comía a todas las posibles conversaciones.

- ¿Y tiene que ver eso con mis gatos?

- ¿A quién le importan esos gatos? –preguntó más para si misma que otra cosa– La guinda de la torta los gatos esos, nada más.



Se levantó de la silla. Arrastraba una pierna hasta la puerta de entrada que, una vez abierta, me mostró la silueta de los cerros, las casas, y las ventanas en ellas. Podía imaginar los ojos tras esas oscuras ventanas, uno a uno puestos sobre nuestra figura recortada en la luz del umbral. No había nada más que hacer esa noche, ni siquiera perder el tiempo escribiendo las veinte líneas. Caminé tras la vieja hasta la salida del pueblo que, mirado desde la ladera que lo conectaba a Fátima al correr, no era más que una mancha de aceite negro sobre la tierra.



viernes, 7 de septiembre de 2007

Echar fuera*

La última vez que estuve aquí, hace tres horas, prometí pensar mejor antes de echarme algo a la boca. Las contracciones, el moco y las lágrimas en fila. Nada, me estoy lavando los dientes: es que no amanecí bien del estómago en esta vida. Dolor en el paladar y vértigo en la guatita, como si estuviera en un edificio muy alto tirándole escupos a la gente que camina abajo convertida en hormigas. Los dientes arrastran en la lengua palabras, trozos de tomate, futuras aguas del río. Salen de la boca con tanta claridad que su eco, atractivo, no permite oírlos.


* Cuento enviado al concurso ese de las 100 palabras.


lunes, 27 de agosto de 2007

Salida de las noticias

Las casas eran pequeñas, de dos pisos y tres metros de fachada. Una, otra y otra en largas calles de muros compartidos parecidas a las de la villa Alianza, donde viví hasta poco antes de egresar, salvo en las ventanas que eran chicas como ratoneras. Ventanas más parecidas a rendijas de buzón, de tostador de pan por las que los tiras se metían a modo de auto-payaso. La cuarta puerta de la cuadra, la del Vásquez, tuvieron que sacarla con reja y todo. Pensé que si alguien salía por esa no iba a llegar muy lejos.

La ventaja era que teníamos lleno de colegas de esquina a esquina. Desventaja: tras la hilera de casas una cancha se extendía por varios metros. No era un problema sino que un lugar común, tras cada población siempre un peladero se ensanchaba como ayudando a la huida. Difícilmente entre las protecciones de las ventanas alguien se escapaba, pero cuando eso pasaba era uno menos que acarrear.

- Está en el baño – Me avisaron al entrar.

- Sí – dije –. Sí. – Y continué el camino derecho escaleras arriba. La casa era corta: en dos pasos ya estaba frente a la puerta.

Toqué varias veces recorriendo la habitación de dos por cuatro que constituía el segundo piso, ahora llena de detectives. Abra la puerta Rosita, y nada. Sobre el velador una caja de zapatos nuevos, los primeros que el Vásquez le daba a su señora en siete años. Eso, según lo que dijo después en el retén, porque “la desgraciada cobarde” estaba yendo a estudiar peluquería y se sentía orgulloso. Estaba picado porque se había ido sin decirle nada. A él ya lo habían sacado, pero de ella nada, ni siquiera una chuchada loca.

Por la rendija pude ver que estaba encerrada con llave y, metiendo el ojo por no sé dónde, comencé por ver la punta de sus dedos, las manos, los brazos, la cabeza y medio cuerpo incrustado en la ventana de 35 centímetros de ancho del baño. Sus ojos acuosos se fijaron en el mío. Aún a través de la puerta podíamos vernos de alguna forma, con miradas entre su rostro transfigurado de dolor y mi ojo rojo.

- ¿Y cómo hizo para quedarse así atascada, Rosita?

- Metí las piernas primero y así nomás, ya está hecho: me quedé adentro.

Dijo, como si fuera lo más natural del mundo. No fue su puchero lo que me dio más lástima, sino que su actitud de mansedumbre ante la propuesta de echar la puerta abajo o traerle un equipo de rescate. Ante la noticia de que el Vásquez ya estaba en la patrulla comenzó a llorar quedo, casi sin gesticular. Sus codos y cabeza comenzaron a golpear los marcos de la ventana decididos. Se me cayó un zapato, dijo. Ahí se me apareció la idea.

- Deje de patalear ¿me oye? ¿Acaso quiere matarse? apoye las rodillas en el muro y tírese hacia fuera, así mismo, como si se estuviera sentando… ¡No tan rápido, se va a romper una costilla! Déle, así, si estira los brazos y se encoge de hombros pasa más fácil. Déjese de llorar, así no le cunde nada. Cuélguese de los brazos. Tírese. Si logra sacarse de ahí y caer nadie la va a molestar ¿oyó? Váyase ya, rapidito. Yo no la conozco y usted no me conoce a mí.

Los dedos, apretando con los nudillos blancos el marco de la ventana, se soltaron de un solo chasquido sin golpe seco al final de la caída. No sacaba nada con asomarme, era tan tarde que no habría visto nada. Para cuando salimos por la puerta del frente el único ruido que se oía en la cancha era el de los perros que ladraban.

domingo, 26 de agosto de 2007

Locomoción colectiva*

Y la niña se ríe. El papá empuja su cabeza con la mano, intenta sacar su brazo de entre los bracitos. Lo desliza fuera de la manga; ella lo ataja otra vez. Ríe con tos, sin aire. Él tiene un hoyuelo en la pera donde ella mete un diminuto dedo; también en las aletas de la nariz. Él papá la separa, aplasta suavemente la nariz y la boca con su inmensa mano. Ella ríe porque en la broma sabe que no van a separarse de verdad. Él la toma en brazos y ambos tocan el timbre para bajar.


* Cuento enviado al concurso ese de las 100 palabras.

lunes, 23 de julio de 2007

Grandchester y Salas

Desde hace una hora el mentiroso compulsivo está en la terraza. Grandchester y Salas lo miran de reojo, entre dedos y naipes, esperando el momento justo para cumplir el encargo. Siempre está rodeado de una cantidad considerable de turistas que van y vienen traídos por las gentes del hotel. A very very tipical man, dice el guía en inglés colombiano. El hombre se quita el sombrero y hace una educada reverencia a quienes lo rodean. En el momento justo en que empieza a contar que se hicieron los dedos faltantes en su mano izquierda Salas apaga un cuarto cigarro. Estoy harto, dice, ni te imaginas lo cabreado que estoy. Su acompañante sonríe; take it easy, it’s about time.

El mentiroso se pone de pie y mezclado en el grupo cuenta a un niño que fue entrenador de tiburones cuando aún era joven. Los dos hombres lo siguen de cerca, preguntándose cual sería el propósito de enseñar trucos a animales tan feroces. Todos se quedan en el patio del hotel, una especie de zoológico pobre donde junto a la piscina habían construido una fosa sobrepoblada de flamencos. Antes aquí había un elefante asiático, dice el mentiroso apuntando con su medio dedo a los pájaros, eso y seis jaulas: con leones y tigres revueltos. Cuando se cruzaron tuvieron como resultado una camada de ocho ligres, los más grandes y listos que se hayan visto en Sudamérica, pero el dueño los vendió a un circo ruso y murieron más parecidos a retazos de una alfombra vieja que a bestias salvajes.

El mentiroso se va a manejar un taxi, tal y como lo hace cada día desde hace más de seis años luego de vagar en el hotel, nunca tiene carreras a esa hora. Salas y Grandchester lo abordan, le dan las instrucciones. Es muy lejos, será una carrera cara, advierten. Al bajar lo único visible es la montaña de basura que llena el peladero en el que acaba la ciudad. Bajan al hombre por las solapas, arrastrándolo vertedero adentro. Salas dice sabemos lo que pasó, venimos a darte un mensaje. El mentiroso se sienta sobre una bolsa, tratando de persuadirlos con su buen comportamiento de que están equivocados. Pide piedad, dice no estoy solo; es Salas quien acaba el trabajo y luego lo mete de cabeza en la misma bolsa donde está sentado. Oyen pasos a lo lejos, no estaba mintiendo el hijo de puta, piensan. Grandchester alcanza apenas a cortar los dos dedos restantes de la mano izquierda del mentiroso, uno para cada uno, y a prenderle fuego. No estaba mintiendo. Ambos comienzan a correr perdiéndose entre cerros de escombros, escuchando sus propias quejas para encontrarse juntos en medio de la oscuridad. Salas va adelante, escucha tres juegos de pasos tras él y el viento fétido al frente; Grandchester ya no oye nada, siente en la cara los líquidos que caen de la cara de Salas y la temperatura de un aire sucio, ya pasado por los pulmones de otro. Grita I’ll meet you on the other side of the railway sin saber si lo escuchan.

Salas cruza de un salto la línea del tren, seguro de ya no escuchar los pasos y jadeos tras de sí; está sólo de ese lado de las vías. Se voltea para ver la geografía monstruosa del basural, interrumpida por una que otra combustión espontánea. No hay rastro de Grandchester o del dedo, que seguro perdió en la carrera. Revisa en su mente cada minuto del día tratando de convencerse de que no se equivocaron de hotel, de hora o de taxista. Aún le queda la esperanza vana de que su compañero aparezca en el Terminal con el otro dedo, de no ser así, Dios se apiade. Mira las luces de la ciudad, metidas en una fosa, y echa a correr hasta que se suma al grupo de hombres que se apresuran calle abajo, camino a la plaza central. Aún le quedan tres horas más de espera.

sábado, 23 de junio de 2007

La colecta

Entonces me rajo a llorar en medio del pasillo lleno, siempre resulta si la gente se te pone muy dura. Me bajo de carrera con las piernas agarrotadas de tanto caminar y apenas dan las cinco llamo al Ricardo para ver si es que se halla en su casa, pero ese nunca está cuando uno tiene plata y puede comprar. La ida la hago por Bascuñan hasta que llego al portal verde y bajo a la estación haciéndome algunas monedas más, las últimas del día, en un 210. Sentado en la ventana del Preunic miro los autos pasar apuraditos y cuento la ganancia guardándomela en diferentes bolsillos. Ahí junto al Can, que así le pusimos al perro de las motas blancas en la cara, suelto un poco más la venda del chungo como pidiéndole paciencia, pensando que en un mes o dos más que la haga no se nota que hoy gasté la plata en otras cosas. Total antes tampoco me gustaba mucho ser el capitán garfio; pensando en lo que va a durar esa cosa, para lo único que sirve es de propaganda en la micro mientras no la tenga.


Limpieza profunda

Un día más, un día menos, casi ni se nota aún. Cada mañana, al ver mi cara recién despierta en el espejo, siento la tentación de no lavarla porque puede gastarse. La piel, apenas ojerosa, se extiende hacia el cabello revuelto en curvas y rectas, pálida como si aún la sangre no llegara tan arriba. Hay días en que sin aún bañarme uso unos polvos franceses que me heredó mamá por no servir de nada para las dolencias de una vieja gastada y triste. Voy de la frente a la punta de la nariz, haciendo círculos ininterrumpidos en la extensión blanca y lisa de mi piel. Si en sueños el mayor temor lo siento cuando veo que caen mis dientes, a esas horas de la mañana es el encontrar una grieta más sobre mi frente. Puedo ver en ese movimiento circular del maquillaje a cada arteria y capilar apostado bajo la piel, los músculos que se contraen y estiran, la superficie del cráneo, el cartílago deformado de la nariz; además de verlos caer a todos juntos, derretidos por el paso de los días. Mirando con cuidado morboso puedo ver qué es lo que cederá primero. Puedo observar cómo será mi cara dentro de un mes, doce meses, dieciocho meses, veinticinco años, dentro del cajón agusanándose de tanta crema que le echo; me veo en el pellejo gastado de una vieja cansada y triste, en la boca de un reloj, en las cajas del Hogar de Cristo, en las esquinas de Alameda y en las miles de caras de hombres que en un futuro próximo comenzarán a darme el asiento en la micro. Aún no salgo del baño y ya estoy agotada.


En línea recta

El notorio nudo en la garganta. Los dedos que tamborilean en el respaldo del asiento del frente. Siento ser espectadora ajena de mi propio cuerpo en su actual estado de aturdimiento. ¿Eso fue bueno o malo? Me quedo atenta a como mi mano se enrolla en la manilla de plástico, recordando a una oreja, y luego en el botón naranja del timbre. Al cambiar de vehículo es el intento desesperado por establecer una conversación con el taxista lo único que me impide llorar como Dios manda. Intento con el paro de micros, el Colo-Colo, la lluvia, el clásico “cómo ha estado la pega” y nada; su nuca sigue impenetrable al frente. Estoy resfriada, digo. Entro sin hablar en la sala húmeda y me siento entre la gente del taller como en un safari. Justo hoy puros cuentos tristes, pienso. Critico algo malo de la historia de una niña colorina, pero luego arrepentida digo que me gustó. No sé por qué abrí la boca desde un principio. Se me ocurre que la pobre también puede estar apenada el día de hoy, al límite, pero si me callo empezaré a pensar y ahí si que me largo. Es que estoy resfriada, repito, y enfilamos con mis amigos, nuevos y usados, mientras me seco la pera con una manga. Me pierdo en sus palabras hasta que cada uno se despide y camina hacia una dirección distinta. En la calle ya no hay nadie. ¿Desde cuándo te gusto?, dice. Me río y le devuelvo la pregunta. Responde que para él es distinto porque está enamorado y no sabe si yo le gusto o sólo me quiere mucho. Pero eres de las personas a las que más quiero, destaca. Entonces ahí sola da cosa subir a la micro de vuelta a casa, porque siento vergüenza de haberle dicho eso. Me quedo mirando fijo a los autos que, hechos pura luz en la noche, pasan rápido frente al asiento del paradero. En la tele me habían advertido que los hombres nunca se enamoran de las mujeres a las que usan, pero sorda como yo sola cambié el canal para ver una teleserie mexicana.

martes, 29 de mayo de 2007

Cine de trasnoche

Yo soy la que tiene sueños a diario. Por lo general son imágenes extrañas, fotografías abstractas que conservo como recuerdos inventados. Otras tantas, por desgracia, son pesadillas en las que la capacidad mimética de mi cerebro se luce como nunca: situaciones reales se cruzan con películas de terror vistas en el cable, convirtiendo a las pequeñas preocupaciones diarias en crisis asmáticas matutinas.


Lo de anoche no fue más que un exceso de lo que a diario veo. Yo soy la que come mal a altas horas de la madrugada sabiendo de este riesgo. Es un sueño reiterado que en lugar de acostumbrarme con su repetición no hace más que volverse verosímil. Todas las veces, en las que comienza de la misma forma, una sensación de vértigo precede a la imagen y me despierta. Luego de eso no consigo conciliar el sueño, aún cerrando los ojos veo a mi mano ser tragada por la máquina. "¿Para qué vi esas fotos?", pienso, recordando cuando una amiga abogada me mostró las formas en que los narcos colombianos cobran los intereses de sus deudas. Estiro y encojo el brazo, tocándolo con los dedos de mi otra mano. Después de un rato vuelvo a dormir y nuevamente mi mano es tragada por la moledora de carne. En el sueño me parece cómico imaginar que pago un ajuste de cuentas. Despierto una vez más a revisar mis manos, nada. Vuelvo a dormirme. Sueño ahora que yo soy la que desea tocar las aspas en el interior de la moledora. Meto la mano despacio, sin embargo alguien empuja mi brazo y comienza otra vez el griterío. Me duele la panza, estoy sudando. Me pregunto si sé el uso real de esos aparatos. Yo soy la que cierra los ojos para ver a esos dedos que ya no son míos salir convertidos en ocho, diez, doce tentáculos amorfos. La muñeca atascada en la bola de aluminio, la boca abierta por un grito. Me parece haber gritado de verdad y estar ahora en el momento en el que ya no tengo aliento.


Seré yo quien salga con una noche de sueño menos a la calle por la mañana, quien no comprará nunca molida especial en la carnicería del barrio y temerá por varias semanas volver a dormir con la panza llena.

lunes, 14 de mayo de 2007

Trascendencia

Sólo quise ir al cielo. Terminé por convencerme de que, por lo menos una vez a la semana, era bueno abandonarlo todo. Dejé de salir por las noches con mis amigos a fumar, comencé a comer vegetales tres veces al día, bajé de peso. Saqué los carteles metaleros que cubrían mis paredes y me corté el cabello. La vida espiritual me dictaba como base el ejercicio de obsequiar y recibir. El abandono progresivo de mi vida anterior pasó de un deber a ser un vicio. Poco a poco fui acostumbrándome a sonreír sin dar importancia a nada, y a que la vida fuera buena conmigo, quizás de forma sospechosa.

En lugar de respirar esa vida como un regalo todo me pareció amenazador: cosas buenas comenzaron a ocurrir con una frecuencia que me hizo sentir culpable. Todo lo bueno que me sucedía implicaba una maldad a alguien más. Lo primero fue muy obvio, la herencia por el fallecimiento de una tía materna, sin embargo en todo lo que se me entregaba cabían dudas mortales. ¿Cuántos africanos mueren al año para que yo pueda tener una fiesta sorpresa de cumpleaños?, ¿Cuántos para que yo transite por las calles montado en bicicleta?, ¿De cuánto amor privaba a los demás amando únicamente a Sofía?, o aún peor, ¿Cuánto amor al resto desperdiciaba ella en mí?. Toda felicidad se mezclaba con una tristeza indescriptible. Hacía las cosas cada vez peor, sabía eso, pero no podía detenerme. La suerte estaba fuera de mis manos.

Decidí abandonarlo todo. Todo anterior inicio me pareció cínico al lado de éste, auténtico y completo. El viaje fue una despedida, natural a mi parecer, antes de comenzar de cero. Al regreso planeaba estabilizarme, ir lejos de la ciudad a un lugar donde nadie me conociera, vivir apenas de lo esencial. Y ahora esto, jugar inocentemente y ganar un premio. En primer lugar nunca debí haber jugado, en el juego siempre está el afán de ganar. Nunca debí hacer este viaje. Ahora si que estoy cagado, nunca voy a poder ser alguien bueno. Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja. Es más fácil que desista de una vez de ser bueno o que espere ir al cielo sin hacer nada. Pero no puedo pensar a cada instante que me estoy hundiendo y bajar los brazos. Debo hacer algo antes de que empeore mi situación. Si mi suerte dicta que sólo me ocurran cosas buenas es mejor que ya nada me pase. Si no soy capaz de perder aquí, entonces no ganaré nada, y ya sólo hay una cosa que puedo perder a propósito en esta buena racha, para mi mala suerte. Sobreviviré, aunque de mí no sobreviva todo.

viernes, 11 de mayo de 2007

The Enemy Is Always Within Us

When we found out about Miles having lung cancer nobody freaked out: malignant tumors had created a series of sinister deaths among the family. The news didn't cause but a handshake or two and the remembrance of Aunt G's gastric cancer, Rodolfo's prostate adenocarcinoma, the twins' dermatofibrosarcoma and so many others. We also remembered our dad, dead of leukemia on the summer of 93.

It had been a while since my brother started spitting blood everytime he went to the bathroom. You could hear his convulsive coughing mixed with laughter all over the house. The smell of cigarettes, coffee and pine cologne always came before him as he used to pass through the door. Smoking two packs a day didn't quite help us avoid our family fate. From time to time we'd find each other in the bathroom throwing up and coughing, speculating about each other's illness, which tumor would be more hideous, who'd pay for who's tomb. “I don't wanna know”, we always concluded. The diagnose which gave my brother his birthright in our family tree was crafted through the use of sheer force after an afternoon filled with my mother's cries.

The next morning, Miles asked me to travel during Easter. He wanted to go to the house we had in Las Cruces before going into hospital. On the way there, as if it was a joke, he told me he had met a Parque del Recuerdo Cemetery sales girl. When she told him what she did for a living, he just shrugged his shoulders and startedlaughing and coughing.

Then we went down to the beach.

“As soon as I have my mechanical ventilator I'm going to be as close as I can to being a machine”, he said, laughing. I saw him throw the mouthpiece of his last cigarette to the sea and smile relieved. A sketchy horizon, the memory of my dad on the edge of that beach, with his feet on the water, telling us how the enemy is always within us.


(Traducción de Claudio Rodríguez H.)


El enemigo está dentro de nosotros

Cuando nos enteramos de que Miles tenía cáncer de pulmón nadie se espantó: tumores malignos habían creado en la familia una trayectoria de siniestros decesos. La noticia no obtuvo más que algún apretón de manos y el recuerdo del cáncer gástrico de la tía G, el adenocarcinoma en la próstata de Rodolfo, el dermatofibrosarcoma de los gemelos y tantos otros más. También recordamos a papá, muerto de leucemia el verano del 93.

Hace bastante que mi hermano había comenzado a escupir sangre cada vez que iba al baño; era posible escuchar su tos convulsiva y risa mezcladas por toda la casa. Al entrar por la puerta un olor revuelto a cigarros, café y colonia de pino lo precedía; fumar dos cajetillas diarias hacía poco para prevenir nuestro destino familiar. A veces nos encontrábamos en el baño, vomitando y tosiendo, haciendo especulaciones acerca de qué era lo que tenía cada uno, cual de los dos tumores sería más horrible, quien pagaba el sepelio del otro. “No quiero saber”, siempre concluíamos ambos. El diagnóstico que titulaba a mi hermano en nuestro árbol genealógico fue hecho a la fuerza tras una tarde entera de llantos de mi madre.

A la mañana siguiente, Miles me pidió que viajáramos en semana santa; quería ir a la casa que teníamos en Las Cruces antes de hospitalizarse. En el camino me contó, como gracia, que había conocido a una promotora del Parque del Recuerdo: cuando ella le dijo a qué se dedicaba él se encogió de hombros y comenzó reír y toser.

Luego bajamos a la playa.

“Cuando tenga el respirador mecánico voy a estar lo más cerca posible de ser una máquina”, dijo riendo. Lo miré lanzar la colilla de su último cigarro al mar y sonreír aliviado. En el horizonte impreciso, nítido el recuerdo de papá contándonos al borde de esa playa, con los pies metidos en el agua, que el enemigo está siempre dentro nuestro.


martes, 8 de mayo de 2007

Descripción sonora (Retrato)

Lo miraba dormir cuando escuché ese zumbido. Estaba de espaldas sobre la cama, demasiado recto para su estatura. Tenía bluyins viejos con un hoyo en la rodilla y una chaqueta de piel sintética azul. También una polera de cuello mal recortado llena de manchas y zapatillas sucias de fábrica, Enchuladas. Apretaba en el puño la correa de un morral tirado en el suelo, dentro de éste una bolsa de papel con veinticinco mil pesos en monedas de cien o puro molido, como se dice en la calle. Bajo los ojos marcas azules de un mal sueño constante. En el cabello revuelto pelusas atascadas como pedazos de ciudad en resistencia. Pequeñas colonias de microbios en resistencia, pienso.

El ruido, que después de un rato comprendí le salía de la garganta, se amplificaba en el espacio de su boca entreabierta cruzando en línea recta a mis oídos. Una vez ahí me provocaba un espasmo que concluía en la punta de mi nariz. Sobre mis ojos una densa capa de sueño cubría con una película verde toda la habitación. En sus manos, quemaduras de cigarro y marcas de tinta alternaban en una secuencia transformadas al final en sendas costras de materia viva oculta bajo las uñas de cuerpo anónimo.

No se vale rezar, digo. Arquea la ceja, cortada a propósito con un lápiz delineador de ojos, y continúa durmiendo quieto durante el resto de la noche. El ruido desaparece poco a poco perdido entre los dientes.





sábado, 21 de abril de 2007

Bien parecida

Sí sé que te gusto, que quieres darme un beso. Hay algo que tengo que decirte antes, un detalle insignificante. Sé que R. habló contigo sobre el porqué de nuestra separación, pero él es un caballero y nunca diría de mí algo como lo que te voy a contar. Es que hay una cosa, una nimiedad de manía que tengo: me gusta preguntarle al hombre con el que estoy en qué me parezco a tal o cual mujer que va por la calle. No te rías. ¿Cómo que qué problema es ese? Varios problemas, por eso te lo digo antes de que pase lo inevitable entre nosotros. Deja de reírte. Pasa mientras camino por la calle o descanso en la plaza: las veo y siento necesidad de saber en qué se parecen a mí. Entonces pregunto ‘¿Ella se parece a mí?’ y ustedes, los hombres, en un principio suspiran y me abrazan, me dicen que no, que es más alta, gorda, morena, orejona. Cuando pasa el tiempo el suspiro ya no es tierno, sino enojado: nunca quedo conforme con la respuesta y ésta siempre inicia una discusión. Es obvio que me siento amenazada por todas ellas, todas las demás. Es cierto que al preguntar los obligo a mirarlas, pero es lo que se debe hacer para encontrarse una misma. Nunca entienden: no quiero que me digan que soy más bonita o fea que ellas, sino que espero reconocerme en una pierna, una nariz o una pechuga. ¿Que se pone extraño? Y eso que aún no te cuento lo de mis viejos. Mi papá dice que mamá era igual. No me acuerdo mucho de ella, pero sé que era buena para vitrinear. Él dice que lo reventaba a preguntas acerca de todas las mujeres que veía en la calle y hasta en las revistas. Luego las recortaba y pegaba en el espejo del baño. Discutían feo por eso. No, estoy sola, mi papá está en el campo desde que ella murió, sus nervios no tienen arreglo. Él dice que cuando pasó fue un alivio no tener que escucharla más: durante meses, y hasta en sueños, lo agobiaba su ‘¿Soy como ella?’. Igual lloró un montón, la quería harto. Le dolió que ella lo hiciera ahí mismo, en su baño. No podía ni mear por las noches pensando en que lo iba a penar allá, por eso terminó por vender la casa. ¡Ah, qué lindo eres! si sé que no soy como ella, pero igual cumplí con contarte. Y es que mi papá dice que nos parecemos tanto. R. me dijo que necesitaba desintoxicarse porque a veces, cuando me miraba a los ojos, sentía miedo de ver tanto vacío. Ahora anda con Cata, y eso que varias veces le pregunté si era como ella y me dijo que yo era un millón de veces más bonita. Mentiroso. No era tan caballero al final, supongo. Y tú, ¿vas a besarme ahora?



domingo, 1 de abril de 2007

Cuento a dos manos

I

Dormir once horas. Lavarse la cara. Ir a la universidad.

Cuando estoy en mi silla, en el taller de cuento, me doy cuenta de que hace tres días que no me baño. Como si me leyera el pensamiento Joaquín, en el asiento del lado, dice que hace más de una semana que no entra a la ducha.

Manuel empieza a leer. Me pregunto qué se cree. Nada nuevo. De seguro es otro de sus cuentos temáticamente disfuncionales. Logra superarse, siempre hace uno más aburrido que el anterior. Es mi hora de la siesta. Él lee:

Sé que hay un lugar vacío cerca de aquí, pero no sé dónde

Un techo blanco se extiende sobre mi cabeza y su color transcurre hacia los muros.

No sé dónde estoy. Hay una mujer que trata de tranquilizarme diciendo que estoy en un hospital. Afeitaron mis piernas, cambiaron mi ropa y me bañaron. "Llegó nomás" dice. "¿Qué tomó? Porque algo tomó". No contesto. Ella inspira profundo mirándome con lástima, pregunta mi nombre: me cuenta que no saben nada acerca de mí porque no traía ni cien pesos para la micro encima. Le digo cosas tratando de pensar en lo sucedido entre la sala de clases y el hospital. No recuerdo nada. Me pongo de pie. Tomo mi ropa orando por que mis cosas de una u otra forma vuelvan. Me despido de ella mientras mete en el bolsillo de mi chaqueta el tríptico de un centro de rehabilitación. Lo tiro, con un humor entre ofendido y triste, en el primer basurero que encuentro fuera del hospital.

Pienso en escribir sobre un único personaje, un escritor igual a mí, pero compararme a un personaje de cuento me parece tan chistoso que termino por reírme una o dos horas parada en una plaza. Me suena la idea, como si ya la hubiera tenido, así que la olvido concentrándome en otro personaje escritor, uno al que por tener constantes deja vu siempre le duele la cabeza. El cielo está oscuro: probablemente caminé por horas antes de llegar hasta aquí.


II

Se había puesto de pie, mirando fijo a lo lejos, y había comenzado a caminar.

Una vez vaciado mi escritorio me dispuse a desparramar ahí el contenido de la mochila. Primero saqué un estuche lleno de lápices de colores, plumones, plumas de tintero; luego vi que había un cuaderno, un par de libros y un polerón verde. También estaban sus documentos (en un par de carnés viejos pude conocer su cara cuando niña, su edad, en dónde había nacido). Entre ellos cincuenta mil pesos.

Uno de los libros llamó mi atención. En su portada, la foto en sepia de una mujer con el torso apoyado en el asiento de una silla. Sus nalgas desnudas se enfrentan a la vista de un espectador que no aparece dentro del cuadro. Ella lo mira, como esperando el momento en que él vendrá a echársele encima: lo observa como si no tuviera conciencia de que todo el que sostenga el libro está también espiándola. Pensé en Isabel, que por descuidada también estaba ahí mostrándose. Tomé el cuaderno, abriéndolo con enojo, y leí las primeras páginas de otro anodino cuento de los que ella siempre lee (y que yo escucho al borde de la silla).

Comenzaba con el Sé lo que hiciste más fuerte que he leído. El cuento era sobre un escritor, y este había hecho o haría en la historia algo que ella ya sabe. Mordí una manga del polerón, que tenía un olor fuerte a cigarro, y me tendí en la cama con el cuaderno entre las piernas desnudas. Me dispuse a leerlo así, pero las frases me llegaban a medias: mi respiración agitada se mezclaba con la nicotina, la imagen de la mujer en la silla mirándome y luego caminando fuera de la sala en medio de mi lectura. Comenzó apenas como un gemido, pero transcurrida esa confusión empecé a llorar a gritos, desconsolado, avergonzado por el patetismo de la escena.

- Joaquín.
- ¿Manuel? ¡Qué chucha, son las cuatro de la mañana!
- Isabel dejó sus cosas en la sala; yo las tengo.

Corté. De pie, sobre papeles húmedos y piernas temblorosas, me dispuse a pasar el resto de la noche imitando la letra con la que ella había escrito el cuento arruinado.


III

- ¿De dónde vienen los diamantes?
- ¿Ah?
- Dicen que tienes mis cosas: se me quedaron la clase pasada.

Me pregunté quienes ‘lo decían’, pero me limité a asentir tratando rehuir su mirada. Le entregué la mochila, acariciando sin que se diera cuenta el índice de su mano derecha. Se quedó mirándome como tratando de descubrir algo.

- No es cierto eso que leíste acerca del escritor.
- ¿Qué cosa?

Me lo decía con la mayor naturalidad del mundo: todo lo que escribía sobre su personaje escritor, que a su vez era yo, era mentira. No sabía si era para humillar o aliviarme, pero me esforcé en adquirir la expresión más neutra y desentendida que pude. La suya, en cambio, se transformó en la más bonita que jamás le hubiera visto, una expresión que no volví a ver en nadie más.

- Que ese cuento no es sobre ti.

Sentí como si muchos de mis órganos internos se transformaran en agua y cayeran pesados importándoles poco dónde. Abrí la boca sin decir nada; un silencio incómodo se prolongó durante varios minutos. Al leer el relato era evidente que se hablaba de mí, pero quería escuchar cualquier cosa que me ayudara a dejar de creerlo.

- Era en un principio sobre ti, pero terminó siendo cualquier cosa. Se llama como tú, es escritor también, está en una sala idéntica a ésta leyendo una de las aburridas historias que escribe para complacerse a sí mismo, pero no eres tú. Si fueras tú no me importaría, y no es que me importe tampoco, de todos modos. Pero no eres.

Se sentía culpable, pensé.

- No he tocado tus cosas.

Su expresión volvió a ser decepcionada y perdida como en la clase anterior. De pronto comprendí: toda su cara me indicaba que sabía lo que había hecho y no le gustaba. Revisó sus cosas delante de mí (incluyendo el dinero, que contó dos veces) agradeciendo sin tocarme. Se sentó al otro extremo de la sala sin decir ni escribir nada, y cuando comencé a leer mi cuento se durmió con los brazos cruzados sobre la mesa. Al final de la hora observé como se excusaba con el profesor para no tener que volver durante ese semestre. Me pareció que devolvía la observación por un corto intermedio, pero escondí la cabeza sin atreverme a levantarla hasta que la sala quedó vacía.


IV

En la micro, leyendo un libro, encuentro un cabello castaño con la punta desteñida en la página 23. Me lo enrollo en el índice, saco de la mochila el cuaderno y releo el último cuento escrito: no lo reconozco. Empiezo a tocar las páginas con la boca, como queriendo respirarlas, y al llegar a casa rápidamente me meto en la cama. Duermo pensando que aún no se me pasa por completo el efecto. Al despertar ojeo mi cuento, donde creo leer entre líneas algunos mensajes que el personaje trata de soplarme a medias. Trato de recordar las cosas que soñé, pero todas son como chistes internos que no consigo entender. No recuerdo qué en ese cuento me avergonzaba; en las sucesivas relecturas lo único agradable es cómo el escritor, en un arranque de locura, se da cuenta de que es un personaje escritor y no un escritor de verdad, y de ahí su carencia de talento. En la línea final me parece leer a uno auténtico escribiéndose a sí mismo una despedida, declarando su independencia de quien alguna vez comenzó a relatarlo.

martes, 27 de marzo de 2007

Conceptualidades

El Artista Conceptual cuenta en una de sus aperturas que fue a la guerra y el avión que pilotaba se estrelló en Siberia. Relata cómo es que un grupo de siberianos habitaiglúes lo salvan envolviéndolo en grasa de ballena sin saber que es nazi, y también cómo luego los asesinó por episodios para envolverse con la grasa de ellos, siempre con la intención de conservar el calor.

La gente enloquece de amor por el Artista Conceptual cuando con sus manos grafica el penoso trayecto que debió recorrer entre la aldea siberiana, ahora extinta, y el puerto de Hainan, en donde se coló en un barco disfrazado de Vaca Sagrada con lo poco que le quedaba de sus abrigos de piel humana.

El Artista, Conceptual y por tanto una bestia de símbolos, se da la molestia de tenderle la mano a una mujer que rompe a llorar entre la gente, y prosigue aclarando que con lo que quedó de su disfraz se hizo un escudo de indiferencia para protegerse de ellos, los espectadores, y que también armó así sus primeras obras, encajando dientes de niños y dedos recogidos en el camino.

El Artista nota cómo toda la gente se ha callado conmovida. Ve como los niños abren una boca grande y los adultos han parado de buscar con la mirada a los camareros, que a su vez también están atónitos. Ahora todos comprenden el porqué de la manía del Artista Conceptual con la grasa de ballena, el por qué de las peleas con los ecologistas y su exótico acento similar a un mugido.


Alguien entre la gente atontada habla a grito pelado, abriéndose paso. Da codazos a los que se apiñan alrededor del Artista Conceptual con la boca abierta, sobre todo a las mujeres que ya suspiran encontrando en él un supuesto “perfil griego”. Es la madre del Artista Conceptual. Le dice que no entiende, que no sabe, que no se cubra la boca con las manos (plaf plaf, sonido de cachetadas), que igual está castigado por decir mentiras, que qué pensaría el Padre del Artista Conceptual si estuviera vivo, que son sus amigos, que sus amistades Conceptuales lo están sumiendo en la banalidad del sinsentido posmodernista, que le están comiendo el cerebro. Y aunque ya es evidente que todo lo dicho es una farsa, este vuelco hace que la gente ame de una manera mucho más profunda y retorcida a la figura del castigado Artista Conceptual, que se va de la galería agachado, a la altura a la que su mamá lo puede agarrar de la oreja.

Viajes místicos siempre ocurren en el desierto

Salida a Tocopilla a 1 Km., 500 m., Doña Rosa Hostal, 100 m.

No he podido dormir ni un solo momento en todo el camino. Apoyo la cabeza en el vidrio, mirando hacia fuera el desierto que parece todo azul. No es gran cosa: kilómetros de tierra aplanada o dispareja con uno que otro cerro visible desde lejos. Cruzarlo de noche debiera ser un espectáculo soporífero (como indiscutiblemente el resto de los pasajeros del bus piensa mientras ronca), pero no tengo sueño y la ansiedad me hace leer todo tipo de carteles puestos en el camino.

Al viajar al norte no sólo la tierra se va secando, en el avance también los rostros de los que suben y bajan se vuelven más áridos. En el camino el color del paisaje a cada metro recorrido se deslava un poco más. El ánimo se torna denso e introspectivo cuando ya se acaba de leer la línea final del libro que llevabas para entretenerte o cuando el sobrecargo apaga la televisión. Todos comieron hasta la última de las galletas con Coca Cola, sacaron la última letra del último puzzle y se acostaron a dormir.

Y yo, que no puedo dormir, ya perdido el entusiasmo de la partida analizo hasta el más inverosímil de mis futuros problemas, eso a falta de suficientes para cubrir las 24 horas de continua carretera. Llegada la hora, con los ojos perdidos en el tierral, creo buscar algún rastro de humanidad, como si en el reflejo de la gente dormida estampado sobre el paisaje se pudiera encontrar algo. Entorno los ojos, concentrada. En un parpadeo el plano cambia a verde, luego a gris. No me doy cuenta y en un cabezazo todo se va a negro. De seguro el ojo me queda morado.

Pero no importa porque estoy dormida: por fin, de sopetón, soñando con llamas pachamámicas, alienígenas tatuados en los cerros del desierto y la primera vez que me dieron un beso, en Santiago, sobre un cerro pequeñito en medio de la ciudad. Estamos sentados en una banca frente al farol 113, nos acercamos, su cara toca el golpe en mi frente. Dice algo que no oigo bien, me duele la cabeza.

- Señora. Despierte señora.

Señora tu abuela. Esta cabecerita no hace más que darme tortícolis.

- Ya llegamos a Iquique. Tenemos que llevarnos el bus al corral.

Bajo taimada y sudorosa, con la frazada Tur-bus en la mano: aún la tengo cuando llego a la pensión. Ladrona y trasnochada tomo un colectivo hasta el centro. Aunque sea casi imposible dormir con un cototo en la cabeza y treinta y nueve grados dentro de un auto, concilio el sueño un par de minutos enrollada en el asiento de atrás.