viernes, 11 de mayo de 2007

El enemigo está dentro de nosotros

Cuando nos enteramos de que Miles tenía cáncer de pulmón nadie se espantó: tumores malignos habían creado en la familia una trayectoria de siniestros decesos. La noticia no obtuvo más que algún apretón de manos y el recuerdo del cáncer gástrico de la tía G, el adenocarcinoma en la próstata de Rodolfo, el dermatofibrosarcoma de los gemelos y tantos otros más. También recordamos a papá, muerto de leucemia el verano del 93.

Hace bastante que mi hermano había comenzado a escupir sangre cada vez que iba al baño; era posible escuchar su tos convulsiva y risa mezcladas por toda la casa. Al entrar por la puerta un olor revuelto a cigarros, café y colonia de pino lo precedía; fumar dos cajetillas diarias hacía poco para prevenir nuestro destino familiar. A veces nos encontrábamos en el baño, vomitando y tosiendo, haciendo especulaciones acerca de qué era lo que tenía cada uno, cual de los dos tumores sería más horrible, quien pagaba el sepelio del otro. “No quiero saber”, siempre concluíamos ambos. El diagnóstico que titulaba a mi hermano en nuestro árbol genealógico fue hecho a la fuerza tras una tarde entera de llantos de mi madre.

A la mañana siguiente, Miles me pidió que viajáramos en semana santa; quería ir a la casa que teníamos en Las Cruces antes de hospitalizarse. En el camino me contó, como gracia, que había conocido a una promotora del Parque del Recuerdo: cuando ella le dijo a qué se dedicaba él se encogió de hombros y comenzó reír y toser.

Luego bajamos a la playa.

“Cuando tenga el respirador mecánico voy a estar lo más cerca posible de ser una máquina”, dijo riendo. Lo miré lanzar la colilla de su último cigarro al mar y sonreír aliviado. En el horizonte impreciso, nítido el recuerdo de papá contándonos al borde de esa playa, con los pies metidos en el agua, que el enemigo está siempre dentro nuestro.


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